Como cada mañana, se escuchaba
el susurro de las olas desprendiéndose del suelo mientras chocaban con el
viento y la arena de la playa. Julia caminaba despacio con sus pies
descalzos y los zapatos en la mano, divisando el paisaje a la vez que
controlaba a su perro Duque para no perderlo de vista. Se aproximaba cada
vez más a las olas esperando refrescarse y observar el horizonte, meditando
sobre sus quehaceres del día a día.
Al sentarse sobre la arena,
percibía en sus manos la humedad y la textura agrietada y, al mismo tiempo,
compacta de esa arenisca. Mientras divisaba el entorno, una mariposa se
cruzó frente a sus ojos, era de un color azul turquesa nunca visto, con
bordes negros y algunos toques amarillos. La siguió con la mirada, hasta que
la vio posarse sobre algo que irradiaba destellos. Se levantó de forma
delicada y se aproximó paulatinamente al objeto donde los rayos de sol se
reflejaban. La mariposa al percatarse de su acercamiento emprendió de nuevo
el vuelo hasta que la perdió de vista. Miró la pieza de lejos esperando
encontrar algo insólito, pero resultó ser una botella de cristal cubierta
con un poco de adarce que contenía algo en su interior; supuso que no
llevaría mucho tiempo en el agua y evitó abrirla para no empapar lo que
pudiera contener. De regreso a casa, sólo pensaba en el misterioso contenido
y en cómo había podido acabar en el mar.
Cuando abrió la puerta de su
apartamento, le quitó el tapón a aquella botella tras haberla secado con
cautela. Dentro, había una nota escrita a mano con una letra que
perfectamente habría pasado desapercibida en un concurso de caligrafía. En
el papel, un tanto desdibujado, se leía un nombre completo y una dirección
específica de una casa que, de manera casual, resultaba ser del pueblo
contiguo, concluyendo con una instrucción: “rompe el jarrón azul”.
El hallazgo le había generado
más dudas que respuestas, por lo que probó suerte buscando el nombre de la
chica en Google para intentar esclarecer lo encontrado. Tenía la esperanza
de localizar a la mujer y poder conversar con ella, pero su ilusión se
desvaneció tan pronto como empezó a leer titulares. En la mayoría de ellos
se acentuaba la hipótesis de una desaparición, otros hablaban de rapto, y
una minoría mencionaba maltrato por parte de su pareja, eclipsada por los
testimonios de vecinos que elogiaban la aparente armonía en su relación.
Julia, sobrecogida por la
situación, dejó aflorar su espíritu aventurero, se dispuso a prepararse para
ir a la dirección que ponía en la nota y saber qué iba a encontrar allí.
Tras coger su mochila viajera, una botella de agua, y compartir su ubicación
a tiempo real con su mejor amiga, Cati, como acostumbraba cuando se sentía
insegura, abordó el autobús L3 con destino a su nuevo acontecimiento.
Al
llegar a la parada, caminó
adentrándose en unas pequeñas calles, estrechas
pero llenas de macetitas de
tiestos blancos y azules. El suelo era de piedrecitas: “menos mal que no he
cogido la moto”, pensó para sí misma. La dirección exacta no era una casa
como ella había imaginado, sino una diminuta cochera, con puertas de color
verde olivo y una ventana minúscula, aunque suficiente para colocar una
macetita colgada, y ubicar en el alféizar tres jarrones, dos blancos y uno
azul. Siguiendo las instrucciones, cogió el jarrón azul, y lo examinó con
detenimiento; aparentemente, había estado lleno de agua, y probablemente con
algunas flores, sin embargo, ya no quedaba ni rastro. En la calle había
tránsito de gente por lo que no quería romperlo, como se supone que debía
hacer, al darle la vuelta, cayó al suelo una llave. Rápidamente, la recogió
y, como había visto en numerosas películas, se dispuso a probar a abrir el
candado que tenía la cochera.
Una vez abierta aquella
aparatosa cerradura, entró en el habitáculo, observando a su alrededor
paredes húmedas que desprendían un intenso y penetrante olor. Dentro de la
estancia, había más oscuridad de la que esperaba, ya que la ventana tenía
unas cortinas opacas echadas que impedían la entrada de cualquier rayo de
luz. Cerró la puerta y observó vagamente lo que parecía ser un interruptor
que procedió a palpar y pulsar.
La luz se encendió, mostrando
todo aquel lugar de forma más exhaustiva. Allí, no localizaba prácticamente
nada, las paredes estaban desconchadas, con un color blanco roto y excesivas
manchas de humedad, seguramente, debido al producto del paso del tiempo. A
su izquierda, se veía lo que parecía un caballete postrado sobre la pared,
con un lienzo un tanto extraño pintado por completo de rojo que parecía
estar inacabado. En dicha pared, una sábana colgada del techo ocultaba algo
detrás, así que, con sumo cuidado y grabando con su móvil por precaución, la
retiró, revelando una serie de cuadros que parecían pintados a mano. Se
acercó pausadamente y observó que la firma era la misma que la de la carta.
Con el tacto de quien maneja
piezas de museo, comenzó a examinar los cuadros poco a poco, mientras su
expresión facial se volvía más severa y su semblante palidecía al entender
lo que estaba ocurriendo. Con lágrimas en los ojos, examinaba los cuadros a
la vez que llamaba por teléfono a la policía. Las pinturas eran algo
confusas pero la temática era más que explicativa; un pájaro en una jaula,
ese mismo pájaro herido en el suelo tras abrir la jaula, una mujer frente al
espejo donde su reflejo no era ella, sino un hombre, la misma chica saliendo
de la bañera, con el agua de color rojo, y una sucesiva muestra de escenas
que cada vez se hacían más declarativas y espeluznantes.
Las noticias se hacían eco de
lo que el tiempo había delatado, o de lo que la autora de los cuadros nos
había querido decir en el silencio: “los lienzos encontrados incriminan
directamente a su marido”, “más pruebas destruyen la coartada que lo
declaraba inocente” o “los vecinos no dan crédito ante la verdad
encontrada”; se mostraban entre otros titulares de los periódicos.
Pasados unos meses, mientras
desayunaba, veía en la televisión cómo la justicia había hablado, revelando
la verdad que se escondía tras los lienzos. Al concluir el último bocado de
su desayuno mediterráneo, llamaron al timbre. Abrió la puerta y una
furgoneta de la
policía local se
personaba en su domicilio, se sorprendió al verlos, ya que en su momento
había contado todo lo que sabía. El policía le mostró el interior del
vehículo que portaba una gran cantidad de cuadros. Al parecer, en una nota
encontrada, la mujer había expresado que la persona que los localizase sería
su dueña. Así, emprendió su nuevo negocio, vendiendo esos cuadros y donando
sus ganancias a la asociación pertinente, solamente se quedó con uno que le
había llamado la atención.
Un lienzo alargado, en el que
se veía una mariposa azul, idéntica a la que aquella mañana en la playa, le
había enseñado aquel frasco de cristal. Julia, con una sonrisa de oreja a
oreja, pero triste, decidió colgar el cuadro frente a su sillón favorito
donde solía sentarse todos los días para no olvidarse de ella, y recordarse
a sí misma que aún hay gente luchando por su libertad ante una jaula que las
asfixia. Al subirse a una silla para colgarlo, engarzó el cuadro en una
punta antigua, rasgando así la delicada tela que le protegía detrás, dejando
caer un papel cuidadosamente doblado, en el cual se podía leer:
En un jardín olvidado, donde
las flores ya no bailan,
donde el sol ya no brilla, y las mariposas ya no cantan.
Una rosa solitaria, en
silencio, se marchita,
en un jardín se siente como una jaula oprimida.
Las sombras parecen alargarse,
su mundo se hace pequeño,
su tallo tiembla con miedo, en un ritmo lento y sordo.
Las palabras del viento, como
espinas, cortan profundo,
pero guardan silencio, ocultando su dolor en lo más hondo.
La soledad es su única
compañía, la tristeza su único amigo,
pero en su corazón, un deseo arde, un deseo de seguir viva.
Sueña con alas de mariposa, para volar lejos de este lugar,
para encontrar la libertad, encontrar la paz, para volver a respirar.
Pinta alas de mariposa en las
paredes de su prisión,
un recordatorio de su deseo, un símbolo de su aspiración.
Con cada trazo, siente cómo las
cadenas se rompen,
cómo la jaula se desvanece, cómo su espíritu se despierta.
En su mano, un pincel, su arma
contra la oscuridad,
con cada trazo, una batalla; con cada color, una esperanza.
Pinta su jaula, transformándola
en un lienzo,
donde cada golpe es una pincelada, cada lágrima, un matiz.
Su voz se hace entrecortada, su
miedo al qué dirán
porque aún está atrapada, en su corazón de cristal.
Ella sabe que la pintura es
su guía, su luz, su armadura
Así que decide
romper su silencio, poner fin a su sepultura.