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ALAS ROTAS
“Las
infancias nunca duran.
Yo iba jugando a no caerme del filo de la acera, con
los brazos abiertos y balanceando el cuerpo en un divertido equilibrio,
imaginándome en vuelo. Si caía fuera del acerado seguro me mojaría los pies.
Había llovido y una pequeña riada bajaba por la leve pendiente de la calle,
reflejando los colores del arco iris en los rodales donde quedaban pequeñas
manchas de grasa dejada por los coches. Ese detalle me distraía, lo que hacía
más difícil el objetivo del juego. Iba jugando porque soy una niña y mi cuerpo,
mi mente, mi forma de afrontar la vida, son los de una niña, una niña que sueña
que ha nacido para volar, para mirar el mundo desde lo alto, para planear sobre
cada río, cada montaña, sobre mares y océanos muy alejados de aquí.
Mi madre es una de las catorce millones de niñas que
son obligadas a casarse al año (muchas con hombres mayores) antes de cumplir
dieciocho años, tres cada segundo, niñas que valen lo mismo que una cabra, una
caja de cervezas o un canasto de pan y, aunque ella, al contrario que otras, no
murió físicamente esa noche, perdió sus alitas de feliz gorrión. Tanta
violencia, tanto asco provocando tantas náuseas, tajaron de pronto sus juegos de
niña inocente y la tornaron en una rebelde que huía valiente de tanta cobardía. Al despertar pensó que estaba muy lejos de los suyos, de sus amigas, de su escuela... y volvió a sentir pánico. Pero lo vivido la noche anterior, la hizo seguir andando.
Durante meses paso hambre. ¡Ay si los suspiros
trajeran pan! Comía las pocas basuras que encontraba por el camino en su
peregrinaje y acabó desfallecida en mitad de una calle desconocida de un lugar
desconocido. A partir de ese día en el que se apagaron todas las estrellas, se
sumergió en un profundo silencio que parecía no tener fin. “Ea
la nana nana, nanita ea”. Y esa voz melodiosa me calmaba y me calma, y aquellos
pechitos apenas desarrollados me saciaban, y aquellos besos grandes y sonoros
ocasionaron mi primera sonrisa. Solo nos teníamos la una a la otra y parecía bastarnos, aunque los hermosos negros y rasgados ojos propios de nuestra etnia lo desmentían algunas mañanas enrojecidos por una interminable noche de lágrimas. A nuestro alrededor nadie parecía vernos, como si todos fueran mirando siempre al suelo, con las prisas diarias de ir al mismo sitio, pensando en los problemas que solo se resuelven levantando los ojos y mirando sin prisas. Nosotras teníamos otras dificultades que mi madre sobrellevaba porque estábamos juntas. El primer día que nos separamos fue aquel en el que yo iba jugando a no caerme del filo de la acera, caminando hacía la escuela calada hasta los huesos por la insistente lluvia, mientras ella me seguía apurada por mis pies descalzos y sonriendo por mi simulación de vuelo. Había niños y niñas de todas las edades y, a pesar de mi inocencia, aquel día me di cuenta que entre todas las alumnas que entraban a sus clases, había varios grupos con la edad de mi madre que jugaban como niñas, que cantaban canciones de niñas, que miraban ávidas de conocimiento los libros de texto nuevos, que se saludaban abrazadas dando saltitos y riendo de forma estridente y chillona como lo que eran, niñas revoltosas sin mas preocupación que vivir su infancia. La miré interrogativa. Ella esbozó una sonrisa que hizo crecer mis alas, me dio un abrazo fuerte y susurró un feliz mensaje balbuceando palabras que yo apenas comprendía: - ¡Tú no! Tú seguirás aquí, seguro. Tú cumplirás los sueños que más feliz te hagan. -¿Quieres ir a la Luna? Los libros seguro que te enseñan el camino más corto. - ¿Darle la vuelta al mundo? Entonces prepárate a estudiar muchísimos idiomas. - ¡Tú vas a ser tan libre! Y hasta quizá conozcas el amor verdadero, ese en el que te miran y se nota en los ojos, que te trata como a una igual, que nunca, nunca daña.
¿Y si esta vez no se equivoca la esperanza? ¿Y si acabo escribiendo realmente este relato?
Autora: Lucía Rojas Casado. (Segundo premio del CERTAMEN LITERARIO "8 DE MARZO", DÍA
INTERNACIONAL DE LA MUJER 2018, |
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