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ALAS ROTAS

Las infancias nunca duran.
Pero todo el mundo se merece una.”

Wendy Dale.

 

Yo iba jugando a no caerme del filo de la acera, con los brazos abiertos y balanceando el cuerpo en un divertido equilibrio, imaginándome en vuelo. Si caía fuera del acerado seguro me mojaría los pies. Había llovido y una pequeña riada bajaba por la leve pendiente de la calle, reflejando los colores del arco iris en los rodales donde quedaban pequeñas manchas de grasa dejada por los coches. Ese detalle me distraía, lo que hacía más difícil el objetivo del juego. Iba jugando porque soy una niña y mi cuerpo, mi mente, mi forma de afrontar la vida, son los de una niña, una niña que sueña que ha nacido para volar, para mirar el mundo desde lo alto, para planear sobre cada río, cada montaña, sobre mares y océanos muy alejados de aquí.
Mi madre tras de mí, iba aguantando lágrimas mirando mis pies descalzos y las ropas viejas e insuficientes para resguardar mi cuerpo de la lluvia menuda que nos tenía caladas hasta los huesos. Mi madre iba pisando el barro que rodeaba nuestras plantas y, como yo, no veía con claridad su entorno, no por el mismo motivo, sino porque solo veía el mío. Yo jugaba a volar y mi madre no tenía intención de cortarme ni una de las plumas de niña valiente utilizadas para evadirse con solo extenderlas y así vivir otras realidades.
Hubo un tiempo en que ella también tuvo unas alas pequeñitas que la hubieran hecho volar como un gorrión de árbol en árbol, pero se vio obligada a usarlas para hacer grandes recorridos que imaginó serían de ida y vuelta cual golondrina, cuando en realidad solo la llevaron hasta otra jaula, en la que canta para hacerme feliz con su bello trino.
Mi madre jugaba porque era una niña aquel fatídico día en el que la vistieron con un vestido nuevo a pesar de no ser fiesta, la maquillaron aunque nunca lo habían hecho, la peinaron usando postizos que no necesitaba para su habitual coleta, le organizaron una fiesta cuando jamás lo habían hecho. Su padre la agasajaba cuando cada día le hizo saber que no valía nada, que un ser con vagina es un estorbo y, que al igual que su madre, no tenía otro cometido más que servir a los varones de la casa. Sin embargo, aquel día, ante su extrañeza la acompañaron en comitiva hacia una boda que todos festejaban menos ella, aunque no había terror en su mirada al no saber hacia donde la llevaban.

Mi madre es una de las catorce millones de niñas que son obligadas a casarse al año (muchas con hombres mayores) antes de cumplir dieciocho años, tres cada segundo, niñas que valen lo mismo que una cabra, una caja de cervezas o un canasto de pan y, aunque ella, al contrario que otras, no murió físicamente esa noche, perdió sus alitas de feliz gorrión. Tanta violencia, tanto asco provocando tantas náuseas, tajaron de pronto sus juegos de niña inocente y la tornaron en una rebelde que huía valiente de tanta cobardía.
Mi gestación había comenzado pero... ¿Qué sabía ella?
En cuanto la bestia comenzó a roncar echó a correr y a pesar de estar rasgada, sangrante y dolorida, corrió y corrió hasta que sus piernas no la sujetaron y cayó de bruces en mitad de un campo terroso y seco en el que caían hojas marchitas, sin ayer y con oscuro mañana.

Al despertar pensó que estaba muy lejos de los suyos, de sus amigas, de su escuela... y volvió a sentir pánico. Pero lo vivido la noche anterior, la hizo seguir andando.

Durante meses paso hambre. ¡Ay si los suspiros trajeran pan! Comía las pocas basuras que encontraba por el camino en su peregrinaje y acabó desfallecida en mitad de una calle desconocida de un lugar desconocido. A partir de ese día en el que se apagaron todas las estrellas, se sumergió en un profundo silencio que parecía no tener fin.
Vivir en el hospital fue lo mejor que le pasó durante ese periodo, pero la larga estancia concluyó tras mi nacimiento. Por segunda vez le ganó la partida a la muerte y esta vez dando luz a otra vida. ¿Y ahora? Aunque lo parecía yo no era el juguete que tanto había deseado, una muñeca que hace pipí, dice mamá, y al acabar el juego dejas en cualquier sitio, yo no callaba siempre al ponerme el chupete y tenía unas necesidades que superaban largamente a las suyas. Mas se rompió el silencio y al nacer la luna cantaba sonámbula los ancestrales versos de cuna que cada día oyó en su aldea ¿Cómo era posible que yo estuviera allí? ¿Por qué a la diosa Durga se le habría ocurrido tal cosa? ¿Qué tendría que haber hecho ella para evitarlo?

Ea la nana nana, nanita ea”. Y esa voz melodiosa me calmaba y me calma, y aquellos pechitos apenas desarrollados me saciaban, y aquellos besos grandes y sonoros ocasionaron mi primera sonrisa.
Me crió atada a su espalda para, con las manos libres, trabajar durante todo el día y para dormir me envolvía en sus brazos adaptando su cuerpo al mío en el mínimo catre del que disponíamos, temiendo que de sus débiles brazos yo me cayera al suelo.

Solo nos teníamos la una a la otra y parecía bastarnos, aunque los hermosos negros y rasgados ojos propios de nuestra etnia lo desmentían algunas mañanas enrojecidos por una interminable noche de lágrimas.

A nuestro alrededor nadie parecía vernos, como si todos fueran mirando siempre al suelo, con las prisas diarias de ir al mismo sitio, pensando en los problemas que solo se resuelven levantando los ojos y mirando sin prisas. Nosotras teníamos otras dificultades que mi madre sobrellevaba porque estábamos juntas.

El primer día que nos separamos fue aquel en el que yo iba jugando a no caerme del filo de la acera, caminando hacía la escuela calada hasta los huesos por la insistente lluvia, mientras ella me seguía apurada por mis pies descalzos y sonriendo por mi simulación de vuelo. Había niños y niñas de todas las edades y, a pesar de mi inocencia, aquel día me di cuenta que entre todas las alumnas que entraban a sus clases, había varios grupos con la edad de mi madre que jugaban como niñas, que cantaban canciones de niñas, que miraban ávidas de conocimiento los libros de texto nuevos, que se saludaban abrazadas dando saltitos y riendo de forma estridente y chillona como lo que eran, niñas revoltosas sin mas preocupación que vivir su infancia. La miré interrogativa. Ella esbozó una sonrisa que hizo crecer mis alas, me dio un abrazo fuerte y susurró un feliz mensaje balbuceando palabras que yo apenas comprendía:

- ¡Tú no! Tú seguirás aquí, seguro. Tú cumplirás los sueños que más feliz te hagan.

-¿Quieres ir a la Luna? Los libros seguro que te enseñan el camino más corto.

- ¿Darle la vuelta al mundo? Entonces prepárate a estudiar muchísimos idiomas.

- ¡Tú vas a ser tan libre! Y hasta quizá conozcas el amor verdadero, ese en el que te miran y se nota en los ojos, que te trata como a una igual, que nunca, nunca daña.


Ella vive sintiendo esa esperanza de forma honda, irracional, como única meta, porque...

¿Y si esta vez no se equivoca la esperanza? ¿Y si acabo escribiendo realmente este relato?

 

Autora: Lucía Rojas Casado.

(Segundo premio del CERTAMEN LITERARIO "8 DE MARZO", DÍA INTERNACIONAL DE LA MUJER 2018, 
organizado por la Asociación de Mujeres "Despertar Femenino" de Porcuna).

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Actualizada el martes, 12 de marzo de 2019