Aquel febril esbozo de sonrisa, era lo que me provocaba un plúrimo
sentimiento encontrado hacia aquello de lo que yo me había alejado. Me
hallaba perdida, ojienjuta, con ese nudo en la garganta, tratando de
vislumbrar mi rostro en el espejo; en aquel trozo de cristal jarifo, lleno
de retoques plateados que veía todos los días. En ese momento, cogí aquella
pequeña silla de madera que aún crujía al moverla y me senté, esperando que
mi reflejo me diese alguna pista de lo que estaba haciendo allí.
Comencé a otearme, de arriba abajo, recordando aquellos momentos de antaño
tratando de evadir o buscar una solución a mi penumbra. Mis manos ya estaban
arrugadas por el paso del tiempo, y muy dañadas de aquella época recogiendo
garbanzos en el campo, ya desde por la mañana el Sol era algo abrasador,
pero la verdad es que se agradecía para aquella niña nefelibata que aún
soñaba con ser princesa. Tampoco podía olvidar aquellos días de niebla al
amanecer, mientras que con la poca fuerza que tenía, ayudaba a recoger
aceitunas del suelo, enjabiluchá, arrastraba fardos y otras veces, creía
jugar a los espadachines mientras vareaba alegremente aquellos pobres
olivos. Al volver a casa, en esos tiempos, mi madre me recordaba que tenía
que estudiar, y mi padre, por otro lado todo lo contrario, me decía que era
necesario trabajar para contribuir al sustento de la familia.
En la mesa, frente al espejo, estaba el libro que me había enseñado a
afrontar las situaciones, y a mostrarme que tenía que ser libre y ser yo
misma sin atender a comentarios de uno y otro. “Mujeres célebres”, así se
llamaba, días antes de mi cumpleaños, mi abuela me lo dio, escondido dentro
de una bolsa de papel, advirtiéndome que lo guardara a buen recaudo, nadie
debía saber que lo tenía. Allí conocí a Clara Campoamor, una de las primeras
mujeres en licenciarse en derecho, y en luchar por muchas como yo.
Concepción Arenal, escondida tras una máscara masculina para poder estudiar
en la universidad y encontrar aquellos conocimientos que en ningún otro
lugar podía conseguir. Catalina de Erauso, también vestida de hombre para
poder hacer aquello que quería y luchar en el ejército español, como había
deseado. Aquellos vestigios de pensamientos sobre lo que podía hacer, me
encerraban en la simple idea que mi padre había construido para mí y que mi
madre con temor a llevarle la contraria o sobresalir un poco más de la
cuenta, aceptaba todo, como ella había hecho tiempo atrás, siempre sumisa a
lo que mi padre manifestara. Aquel estólido discurso de que era por mi bien,
no bastaba; todos sabemos que sí, realmente lo era, pero a qué precio.
En la pared, justo al lado del espejo, un trozo de papel, con el dibujo de
un astronauta, o lo que yo pensaba que se podía parecer, ¿era ese mi sueño?
Fue ese el letífico momento en el que decidí dar un paso al frente y decir
lo que probablemente me habría gustado llegar a ser, para poder huir lejos
de allí, donde nadie me conociera, ni juzgara. Al lado de dicho boceto,
estaba el último y único retrato con mi padre, porque sí, el tiempo no fue
acertado conmigo, llamémoslo una señal del destino o una bifurcación en mi
historia.
Cuando por fin había recabado todo el valor necesario para plantar cara,
buscar ayuda en mi familia para marcharme y poder descubrir algo más allá
fuera del planeta en el que estaba inmersa, la vida se ensombreció algo más
que de costumbre. En aquel día de frío, una voz me llamó mientras recogía la
última espuerta de aceitunas y ahí supe que algo funesto ocurría.
Al llegar a casa, mi padre estaba albanado, decumbente y con aspecto pálido;
ni siquiera me apetece recordar aquella historia, simplemente, sin saber
cómo, a los pocos días, la yactura me había alcanzado, y las sonrisas se
habían convertido en llanto. Mi madre estaba desolada, y con ello se fue mi
oportunidad de ser aquello que habría querido. No podía dejar al resto de mi
familia sola aguantando los duros momentos que la vida nos estaba dando.
Con el paso del tiempo, otra oportunidad se presentó. Tras unos años leyendo
libros de medicina intentando curar lo incurable, y encontrar una solución
donde no la había, a la enfermedad causante de aquella fatídica pérdida, me
hallaba contándole a mi madre que me iba a estudiar fuera. Los tiempos eran
algo mejores y una pequeña estabilidad había llegado a mi casa, otorgándome
de nuevo un tren que no sabría si volvería a pasar.
El tiempo hace que una pequeña planta se convierta en un árbol, y con él
también lo hice yo, descubrí que lo que me había gustado de pequeña, no era
realmente mi pasión, sino poder ayudar a las personas y curar a aquellas que
la vida les había dejado piedras en el camino.
Los años fueron duros, entre miradas abruptas por ver a una mujer con una
bata de medicina, ojeadas de desaprobación de muchos profesores, y alguna
mirada de complicidad y de ánimo de otros. Los esfuerzos brutales de una
chica, que lo más cerca que había visto un lápiz fue en la madera de un
olivo, dieron su fruto, a pesar de todos los obstáculos que tuve por ser
mujer.
Al principio, cuando empecé a otearme, no estaba observando claramente,
creyendo que la enfermedad que había cambiado el rumbo de mi vida con la
pérdida de mi progenitor, ahora había vuelto, pero esta vez más cerca que
nunca, estaba dentro de mí. Todo lo que había luchado había sido en vano, y
aquello que me definía como persona, lo único que se me daba bien, ya no
podía realizarlo, no podría seguir ayudando a los demás, había sido un
fracaso, ya no era yo misma.
Mirándome al espejo me vuelvo a encontrar, pensando que la enfermedad que me
hizo ser lo que soy, se había llevado consigo la única oportunidad de
demostrar quién era. El no poder volver a una consulta, me había generado la
frustración; pero ahora, viendo mi vida con perspectiva, me veo de nuevo de
otra forma, con esas leves arrugas en el rostro, de sonreír, aunque también
de llorar, porque no hay gloria sin esfuerzo. Aquel semblante que había
soportado guerra tras guerra, hasta poder verse hoy misma como alguien que
vale la pena, sin escuchar lo que digan los demás. Esa era la verdadera
finalidad del libro que leí, no simplemente seguir tus ideales, perseguir tu
sueño; también, para reencontrarte contigo misma, sin ataduras.
Tras ese momento de reflexión con su pasado, se veía con su pelo rubio
canoso, sus pliegues en el cutis, sus cejas poco pobladas, sus kilos de más
y con todo aquello que antes consideraba como imperfecciones, pudo llegar a
sentir que era única. No hacía falta ocultar lo que le pasaba, ya que por
fin, era libre, se sentía realizada sin nada que le definiera, más que ella
misma.