Desde aquel día, toda mi
estructura de vida se fue a la deriva. Ahora, que ya han pasado unos años,
siento que merecía un escarmiento, una sacudida que me colocara a mí, en el
lugar que me correspondía y a ella en el que se merecía. A veces, las
personas no entendemos que las “¡es” siempre tienen un punto y alguien tiene
que encargarse de coger un lápiz y ponérselos. Ella lo hizo con todo el amor
de su corazón...
Aquella mañana mis pensamientos
jugueteaban haciendo que las horas anteriores al gran momento se hicieran
lentas, los minutos y los segundos se veían invadidos por un sentimiento
agónico que hacía que mirara el reloj cada dos por tres como si con aquella
acción, pudiera conseguir que el tiempo avanzara aún más rápido. Imaginaba
la carretera, los prados amarillentos que cruzaría antes de llegar, la
delgada línea que puede verse desde la orilla que cose el cielo con el mar,
los paseos al amanecer, el olor que dejarían en mi piel las cremas solares y
los momentos que pasaría viendo las puestas de sol. Si, aquel día era,
importante para mí. Saldría del trabajo, recogería a los niños y nos
¡riamos.
Madre siempre fue una mujer muy
trabajadora. Ella junto a padre, lograron adquirir a través del tiempo,
varios inmuebles distribuidos a lo largo del litoral andaluz y aquel año
ella, nos estaría esperando en un precioso apartamento en la Costa de la Luz
en Cádiz. Hacia un mes que no la veía. Dijo que tenía que hacer limpieza en
el apartamento, además de cambiar toda la decoración. La echaba de menos,
por muchos motivos.
Llegaríamos contentos, madre
estaría esperándonos en la puerta del edificio con los brazos abiertos.
Luego comeríamos alrededor de la mesa, como siempre, preparada con todo tipo
de aperitivos listos para ser consumidos vorazmente por bocas y estómagos
hambrientos de la amorosa cocina de madre.
Disfruté del recorrido por la
carretera como si me hubiera metido en la piel de una adolescente; todo
nuevo y excitante, liberada y segura de que al fin la palabra deseada podía
atravesar mis labios a sabiendas que no era algo imaginario, sino real.
¡Vacaciones, vacaciones, vacaciones! La repetí en mi interior durante varios
minutos haciendo un ejercicio de afirmación y credulidad. En mi rostro se
perfilaba una sonrisa cada vez más amplia, convencida de que pasaría unas
vacaciones inolvidables. Abba sonaba en el interior del coche, su música,
siempre me acompañaban en al inicio de los días de descanso. ¡Oh sí! Aquel
día era importante para mí.
Descargué las maletas. Laura y
Alfredo, mis hijos, salieron del coche llenos de energía deseosos de meter
sus delgados cuerpecitos en el agua de la playa. Habían pasado todo
el trayecto gritando y
peleándose como siempre. Aunque estaba tranquila porque sabía
que mamá durante estos días, se
haría cargo de ellos para que yo pudiera relajarme. Ella era lo que se dice
alguien imprescindible.
A lo lejos se veían algunas
embarcaciones surcando el azul, rodeadas por intermitentes destellos
plateados que lanzaban las olas y un poco más cerca una extensa manta de
sombrillas Inundaba la arena con alegres colores veraniegos. Me sorprendió
ver que madre no estaba esperándonos en la calle con el mandil puesto.
Pensé, que se habría distraído charlando con los vendedores del mercado al
que solía ir o ultimando los detalles para el almuerzo. Madre siempre era
tan predecible... Alcancé a los niños y llamamos al timbre. Nadie abrió.
Mientras rebuscaba en mi bolso intentando encontrar las llaves, el olor a
mar golpeó fuertemente mis sentidos y volví a repetir la palabra, esta vez
suspirando con alivio... ¡Vacaciones!
Al abrir la puerta un extraño
escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Rastree con la mirada la estancia. Todo
estaba limpio y ordenado y ni rastro de comida. Quizás, se había distraído
deleitándose con las vistas que se podían ver desde la gran terraza así que
no le di demasiada importancia al hecho de que no en casa.
—Mamá, ¿dónde estás? Ya hemos
llegado. Los niños vienen con muchísima hambre ¿Dónde está la comida?
—Pregunté mientras me deshacía del equipaje—.
Ligeramente, escuché una suave
música francesa que salía del cuarto de baño y me paré en seco. Rápidamente
me di cuenta de que algo no iba bien así que cogí un billete y se lo
entregué a los niños para que compraran un bocadillo en el chiringuito de
abajo.
Sigilosamente y muy nerviosa,
fui atravesando el pasillo para llegar y tropecé con un mueble, ¿Quién
estaría dentro? ¿Y si a madre la había pasado algo? ¿Y sí unos ocupas se
habían adueñado del apartamento y la tenían maniatada en algún lugar? La
música del baño paró y desde dentro se escuchó una voz bronca desconocida
para mí.
— ¿Quién anda hay? —dijo—.
Me quedé quieta, mientras veía
como la puerta se abría. Del baño salió un hombre alto de pelo canoso
semidesnudo y justo detrás se veía la figura de mi madre envolviendo su
cuerpo en una toalla; respiró profundo y alzó la cabeza como si con ese
gesto quisiera enorgullecerse de lo que estaba haciendo quitándose de encima
la vergüenza.
Cogió el brazo del hombre, le
susurró algo al oído y este desapareció entrando al dormitorio principal.
Luego se acercó a mí, tomó mi mano y llevó su dedo índice a la boca
indicándome que guardara silencio. Despacio fue acercándome tras ella a la
cocina donde había una botella de vino blanco, unas aceitunas y dos copas.
Era evidente que no me esperaba. Abrió la botella y sirvió para las dos.
Entonces, mirándome a los ojos con una ternura inusual en ella y sonriendo
dijo unas palabras que cambiaron mi vida para siempre.
—Perdona hija, he olvidado por
completo que hoy veníais. Siento mucho que me hayas encontrado de esta
guisa, pero sinceramente, es lo mejor que podía pasar. Hija, te quiero
mucho, pero, como sabes, he trabajado durante toda mi vida y veo como esta
se me escapa sin haber hecho otra cosa que cuidar de todos vosotros. Ahora
ha llegado el momento de cuidarme a mí misma, de disfrutar de mí y descansar
un poco.
Entonces una lágrima se escapó
por sus ojos y rápidamente la quitó con sus manos. Abrió un cajón y me
entregó las llaves de otro apartamento para que me fuera de allí. Nunca
había la había visto llorar. Aquel momento me sobrecogió. De repente, sus
ojos atravesaron mi alma y como si de una película a todo color se tratara,
una sucesión de imágenes apareció por mi cabeza. Vi a mamá corriendo de un
lado para otro, descargando cajas de tomates, manzanas, pescados y
colocándolas en los estantes de la tienda que tenía antes de atender a los
clientes. Ir a casa de la abuela a limpiar su casa, asearla y cuidarla hasta
el día murió, luego la vi duchando a mi padre, sujetándolo mientras caminaba
para que no se callera al suelo, llevándole la medicación y dándole la
comida en la cama hasta que llegó su momento; atendiendo a mis hijos cuando
yo estaba trabajando, llevándolos al parque, recogiéndolos del colegio; la
vi preparando comidas, metiéndolas en recipientes listos para ser calentados
y esperándome con frió o lluvia en alguna esquina para entregármelos.
Incluso pude ver como se quedaba dormida en una silla a la mínima de cambio
mientras yo la zarandeaba para despertarla.
Me levanté y la abracé con
fuerza. No dije ni una palabra haciendo un enorme ejercicio de comprensión y
empatia. Pegué un sorbo a la copa de vino y salí del apartamento. Recogí a
los niños y nos montamos en el coche. Abba comenzó a sonar de nuevo. Nos
iríamos a otro lugar. Pensé que, a partir de aquel momento, cuando volviera
a la rutina, tendría que contratar a una niñera, a alguien que me ayudara
con las tareas del hogar y rascarme el bolsillo. Una nueva vida comenzaba
para mí y también para ella. Aún le quedaban años por vivir y era cierto que
tenía que disfrutarlos. Había llegado el momento de sujetar las riendas,
coger las responsabilidades que solo eran mías dejando de volcarlas en ella.
En el fondo, sabía que madre siempre estaría a mi lado, ella sería siempre
la persona que me abrazaría con ternura en mis días grises y escucharía con
paciencia mis enfados con el mundo. Solo necesitaba unas vacaciones.