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JUEGO DE BRUJAS

Últimamente, a mamá no le gustaba que  mirase a través de la ventana; ni siquiera que lo hiciese  discretamente, separando un poco el visillo con los dedos y evitando acercarme demasiado al cristal. No comprendía que para mí aquello era un juego. No un juego tonto como saltar a la chancla sin ni siquiera haber  rayado los cuadrantes con un trozo de yeso en el suelo; o un juego demasiado sexista como hacer de madre modelo dándole un biberón  de aire a un muñeco frío. Solo era un juego de cría tan aburrida como fantasiosa; pero mamá era así por sistema: vedaba todo aquello que no era normal para una niña de mi edad y parecía ser que mirar a través de la ventana no  lo era. No como yo lo hacía.

Para mí tampoco era muy ortodoxo que mamá estuviese todo el día delante del lienzo, descuidase la casa y, sobre todo, se abandonara  a ella misma de un modo suicida tanto para su ya frágil salud como para su dignidad de mujer. Había perdido la feminidad y esa coquetería exquisita que me deslumbraba al dejarse llevar por una vacía vida de Martinis con ginebra seca, cigarrillos americanos que hacían su voz más ronca y accesos de melancolía que le hinchaban la cara (no ganaba para clínex).  Ya no era esa dama de refinados modales, gesto vivaz y delicadeza sublime que me llevaba a misa todos los domingos y a la que tenía unos años atrás como referente. Y no sé qué fue lo que en ella aconteció primero, si la gallina ponedora o el huevo aporreado.  Por entonces no alcanzaba a determinar si papá la dejó definitivamente por beber un poco más de lo razonable o si empezó con el alcohol después de haberla abandonado sin mayor motivo. Tampoco me explicaba si empezó a pintar por lo de papá, recuperando así una vieja y reconfortante afición de mozuela de largas trenzas y muchos pájaros en la cabeza ­­ -- La foto en blanco y negro, con minifalda a cuadros y junto a su prima Elisa me hacía pensar lo de los pájaros - o simplemente se trataba de un capricho. No digo que pintar sea en sí excéntrico pero cuando alguien pinta el mismo árbol enésimas veces…

El juego de mirar por la ventana era muy sencillo. Al otro lado estaba la casa de Pura Lanforte, una ancianita octogenaria que también gustaba de este pasatiempo. Nos sonreíamos sin más, cada una desde su puesto; ella siempre con el gato negro entre los brazos y yo con un peluche de perro dormilón. Con las miradas como que parecía que nos comunicábamos quienes habían pasado ya por allí (el lechero, el anciano que paseaba al chiguagua, la pareja de tortolitos, el cartero, Carmina con el pan, el loco Pérez en moto constipada…). E incluso habíamos firmado un pacto desde la distancia que separaba las fachadas para que fueran pocas las horas del día las que no estuviesen vigiladas por nosotras. La señora Pura tenía una expresión de la cara agridulce que me llamaba mucho la atención. Era como si una parte de mí fuese también de ella o viceversa. Y qué tontería era pensar que a la señora Lanforte le podía gustar la salsa agridulce sobre el rollito de primavera. Pero lo hacía, pensaba eso y otras muchas cosas más no venidas a cuento y estoy segura que a ella le ocurría lo mismo. Es decir, qué igualmente Pura veía mi cara de bizcocho con canela – eso decía mi madre de mi cara desde que tengo uso de razón-  y pensaba, a lo mejor, que me gustaba el flan o las napolitanas o que el peluche dormilón tenía la barriga  de color canela. Sin duda alguna ese era el motivo por el cual sabíamos comunicarnos tan bien: pensar cosas así, sin más, instalada la reciprocidad. A mí me intranquilizaba mucho que un desalmado entrase a la casa de la pobre anciana y la lastimara; pero eso solo me preocupaba por la noche. ¿Y a ella? ¿Qué le inquietaba?

Cuando mamá saldaba un cuadro me pedía opinión.  Ponía tanta ilusión en los mismos que a mí me daba apuro decirle que siempre eran igual y ya no me sorprendían. Ni siquiera las ligeras variaciones de tono de las hojas embriagadas por una melancolía otoñal  con tintes románticos o el que hubiese una ramita de más o de menos, trazada magistralmente, eran suficientes argumentos para prestarles mayor atención.

-          - Es muy bonito – le decía y ella sabía que aquello no dejaba de ser una verdad piadosa.

-          - ¿Qué has hecho hoy, Verónica? ¿No habrás estado todo el día mirando por la ventana?

Siempre me fue difícil mentir y mi silencio gritaba verdades. Aquel día mamá fue al salón como posesa y se asomó por la ventana. La ira se apoderó de ella más que nunca. Quise odiarla.

-         - Estoy harta, muy harta de que siempre estés mirando por la ventana. Y más aun sabiendo de la presencia de esa vieja bruja al otro lado.

Me dolió enormemente que llamara  bruja y vieja con tanto desprecio a la señora Pura Lanforte.  Realmente ese nombre se lo puse nada más mudarse, como un juego más donde invertir las largas horas de ostracismo. Me parecía muy propio de novela y un tanto aristocrático; aunque se llamara Josefa García o María Lara, la señora que formaba parte de mi juego no era Josefa García ni María Lara, si no Pura Lanforte con un aire de serenidad, ternura y  misticismo. La señora doña Pura Lanforte.

 Aquel mismo día mamá salió de casa sin dar razón alguna, después de permanecer mucho tiempo encerrada. No sabía si fue el enfado, una crisis de artista frustrada o la necesidad de comprar comida lo que la animó. Desde luego que el frigorífico estaba  tan esquilmado como un corazón bueno; apenas si había en la despensa una docena de galletas maría -  maltrechas por la humedad - y una naranja entre reseca y mohosa en el frutero. Aproveché la oportunidad para asomarme por la ventana pero la señora Lanforte ya no estaba allí,  ni siquiera estaba Josefa García o María Lara o…Era como si algo  alejado de nuestro control hubiese fallado en nuestra conexión. Me enfadé por un instante pero al poco me di cuenta que solo era un juego de adivinanzas y ni la anciana -ni yo misma -  tenía el porqué de adivinarlo todo. El ding-dong del timbre  me sobresaltó poco después. ¿Quién sería? Sentí necesidad de saberlo. Me asomé por la ventana pero la puerta estaba fuera de mi ángulo de visión.

-         - Abre la puerta, niña -­­  escuché una dulce voz. Supe que era Pura.

-         - Pase, señora Lanforte – la invité a entrar muy alegre nada más abrirle la puerta.

-         - Gracias Verónica, aunque no me apellido Lanforte – me quedé muy seria por mi atrevimiento y por la gravedad de la voz que puso - Pero me gusta y… mucho – concluyó  con tal gracia que provocó en mí una sonrisa reconfortante, como dándome el calor y esa sensación de sentirme protegida que me faltaba desde hacía demasiado tiempo.

La señora Pura Lanforte arrastraba un carrito de la compra bien pesado. Extrajo cuatro briks de leche de mi marca preferida; un bote de Cola cao; queso, yogures, frutas... Apenas si hablamos. En las dos había una celeridad por ordenar todo aquello, temerosas por el regreso de mamá. Antes de marcharse le besé las mejillas en agradecimiento y en mis labios quedó el sabor agridulce, como de algo que no encajaba o sabía interpretar.

-          - Tienes unas mejillas que saben a bizcocho con canela – me dijo la anciana una vez que besó las mías. Nuevamente me impresionó. Algo de bruja debía tener. De bruja buena.  

Mamá regresó poco después con una bolsa de hielo, una botella de ginebra y dos más de Vermut barato. No reparó en ningún momento en la abundancia del frigorífico ni la despensa. Solo pensaba en dispensarse otro combinado. Picó el hielo y vertió los ingredientes a la desesperada. Aquello había dejado de ser la ceremonia de antaño, de uno solo y bien servido solamente para el aperitivo de los domingos. Antes veía en el ritual un aire de serenidad y grandeza. Esto ya no era una  liturgia, sino más bien una lucha grotesca. Después de engullir el combinado se encerró en su habitación, me imagino que para  seguir pintando el mismo árbol y abandonarse en el socavón de la melancolía.

Durante algún tiempo más viví este sin sentido de mamá obsesionada con la repetitiva creación artística, encerrada en el círculo vicioso de fraudulentos Martinis con ginebra seca. Yo seguí también con lo mismo, con este juego de brujas buenas – La distinguida señora Lanforte y Verónica cara de bizcocho-  adivinando cosas que luego sucedían como la granizada que asoló los jardines; el choque de un coche con la farola de la esquina; el paso de un rebaño de ovejas o la pelea a gritos de dos adolescentes que pugnaban por el amor de una chica que salió corriendo horrorizada. Pura Lanforte y yo nos sonreíamos y saludábamos con las manos desde esa distancia entre aceras que nos separaba solo físicamente. Apuntábamos nuestros aciertos adivinatorios, cada una a su manera, como si pugnáramos por ganar un concurso televisivo. Aprovechando descuidos o salidas de mamá, Pura volvía con su carrito de la compra henchido de alimentos. Alguna vez me regaló ropa y el día de mi cumpleaños me trajo una tarta pequeña. En otras ocasiones limpió parte de la casa y me hizo la cama. Hablábamos muy poco, temerosas de mamá pero nunca faltaba ese beso en las mejillas y un abrazo lleno de ternura.

Un día mamá, temblando, me  volvió a sorprender en el juego de mirar. Sentí la necesidad de explicarle lo que ocurría. Es decir, que no había nada oscuro ni ninguna otra cosa rara. La señora Lanforte se aburría sola en su casa y yo también. Una simpleza.  Pero antes de que pudiera decir nada me habló.

-           - Verónica, mi dulce carita de bizcocho, mi niña buena. Has de perdonarme por haberte descuidado. Yo no estoy en condiciones de cuidarte, estoy enferma, bebo demasiado y he perdido el norte. He de marcharme a un lugar donde puedan ayudarme. No sé si me podrás comprender algún día. Si comprenderás que yo no haya podido superar lo de papá...-vio mi perplejidad- Te he hecho una maleta y ahora te llevaré a la casa de tu abuela Sofía –concluyó.

Yo quería que mamá sanara y volviera  a ser la dama vivaz, alegre, bella y elegante de antaño. Por eso no rechisté nada. Un mundo completamente nuevo y desconocido se habría para mí, con una persona desconocida: mi abuela Sofía, esa que mi madre decía tener garras, no quererme y ser muy mala persona. No comprendía como pretendía que me fuese con ella, si era así. Por un momento pensé en decirle que prefería quedarme sola en casa, que la señora Pura Lanforte me podría ayudar pero deliberé que, en su estado, contrariarla sería peor. Algún día me tendría que explicar, cosas que aún no sabía. Por ejemplo: por qué algunas mujeres se llevan tan mal con sus suegras de tal manera que no quieren que sus nietos las conozcan y por qué no me quiso decir nunca que papá se fue en un accidente de trabajo y que los últimos átomos de su cuerpo descansan dentro de una urna, enterrados al lado de un roble descomunal lleno  marcas amorosas de adolescentes.

-          - Como tú digas mamá. Quiero que te cures cuanto antes pero, te lo ruego, déjame mirar a través de la ventana – no tenía mucha esperanza de que mi petición tuviese éxito.

Mamá asintió con la cabeza. Cuando miré por la ventana, separando el visillo con los dedos, Pura Lanforte no estaba. Ella había adivinado que nuestro juego se había terminado. Tal  vez lo sabía mucho antes– por eso de ser bruja buena - o tal vez se hubiese dado cuenta demasiado tarde, cuando ya tenía lleno otra vez el carrito de la compra con cosas para mí y quién sabe si alguna chuchería. Puse los dedos en los cristales y dejé las huellas intencionadamente como despedida, ella sabría verlos, comprendería mi ausencia. Mamá me hizo coger la maleta con mis cosas demasiado pronto y me llevó a hacer un viaje a la casa de mi abuela paterna, un viaje que, nunca lo imaginé, salvaba la distancia que había entre las  aceras.

 

Autor: Marcial del Pino Chiachío.

(Primer premio del CERTAMEN LITERARIO "8 DE MARZO" DÍA INTERNACIONAL DE LA MUJER 2017, 
organizado por la Asociación de Mujeres Progresistas "Despertar Femenino" de Porcuna).

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Actualizada el lunes, 13 de marzo de 2017