Historia
de un asesinato inesperado
Me desperté empapada en sudor.
El reloj que se encontraba sobre mi mesilla marcaba las cinco y veintiocho.
Me quedé unos minutos inmóvil en la cama, dejé los brazos cruzados sobre mi
pecho mientras miraba las cenefas de aquel antiguo techo inmaculado. Tenía
la vaga esperanza de volver a dormirme, pero los mismos pensamientos
demoledores que venían a perturbarme sin descanso, y que invadían todo mi
ser desde hacía un buen tiempo, me mantenían en vela contra mi más ansiada
voluntad.
Miré a mi marido que dormía
como un bendito y que roncaba como si no hubiera un mañana para hacerlo.
Este sutil detalle me impedía conciliar - aún más si cabe - el sueño, por lo
que me levanté despacio para no despertarlo y me fui hacia el baño de los
niños que se encontraba en el pasillo.
Me senté en la taza del wáter
para hacer las primeras aguas menores de la mañana y cuando levanté la
mirada, me vi reflejada en el espejo. La imagen de una mujer en proceso de
destrucción reflejándose en aquel romi de los años 60 mostraba el corto pero
intenso bagaje de los últimos años. Se me veía tan vulnerable en aquella
situación: despeinada, el rímel corrido y las bragas bajadas; la viva imagen
de una decadencia anunciada.
Me acerqué para mirarme más de
cerca. Hubiera dado lo que fuera por poder ver los pensamientos que
recorrían mi cabeza antes de que estos pudieran venir a molestarme, si lo
hubiera podido hacer me hubiera evitado muchos problemas. Pero yo era así,
demasiado imprevisible a pesar de mis tendencias soñadoras.
Me lavé la cara a conciencia
para ver si así podía borrar un poco las señales que mi cerebro perturbado
enviaba para ahondar aún más en la llaga. “No sirves para nada”, podía leer
en los labios de la imagen tras el espejo. “Mírate, estás vieja”, y mi
reflejo repetía disciplinadamente esa misma frase. Si levantaba una mano,
aquella silueta hacía lo mismo. Si movía la cabeza, la misma imagen
espectral que me miraba ojiplática, repetía el mismo movimiento. Todo lo que
yo hacía lo repetía la mujer de detrás del espejo. Pero esa de ahí no era
yo, o al menos no ese ‘yo’ con el que había convivido en otro tiempo. ¿En
qué momento desapareció la chiquilla ilusionada y soñadora con ganas de
comerse el mundo? Ya ni me acordaba, hacía tanto tiempo...
Cuando regresé de mi periplo
estudiantil, cargada con una maleta de sueños capaces de trastocar el mundo,
nunca hubiera podido imaginar que mi destino sería este. Había tenido la
gran oportunidad de poder estudiar en la capital. Acababa de terminar la
carrera de Filosofía y Letras y me moría de ganas por comenzar aquella nueva
andadura como educadora. Fue una suerte el poder optar a una plaza en el
pueblo que me había visto crecer. Para mí fue una señal del destino y por
eso estaba doblemente contenta. Por eso, y porque, al fin, podría
conquistar, de una vez por todas, al amor de mi infancia. No nos costó mucho
dar el gran paso, pues desde pequeños nuestros destinos estaban condenados a
encontrarse en algún punto del camino. Nuestras aburguesadas familias
aprobaron la relación desde el primer momento. Hubiera sido de tontos el
negar que aquella unión era provechosa para ambas, por lo que los fastos del
‘sí quiero’ fueron recordados durante un buen tiempo. A mí aquello me
enorgullecía, pues no solo me había llevado al más guapo de todos los
hombres sino al más bueno. O eso es lo que mi estúpido cerebro me hizo
creer...
No sé cómo no pude darme
cuenta. Ni si quiera una mente privilegiada como la mía pudo predecir aquel
aciago destino. Todavía hoy en día me maldigo de vez en cuando por haber
sido tan estúpida y no haber actuado a tiempo. Cuando caí en sus garras,
estaba tan atrapada y en un agujero tan profundo, que era imposible volver
sin al menos una herida en el alma.
Todo empezó poco a poco, de
manera muy sibilina, y contra todo pronóstico no me percaté de las señales
que lo veían venir. Al principio pensé que solo eran celos. Celos porque me
amaba, celos porque me quería. Sus reproches empezaron a ser tan primitivos
que, yo, obnubilada por su presencia, o quizás por miedo, creía en sus
palabras dándole la razón. Por eso, para que no se enfadara y no me montara
un escándalo, o me soltara una buena torta, yo me doblaba a su voluntad,
haciendo todo lo que él me pedía. Llegó un punto en el que no podía salir
sola a la calle y, si por casualidad, se me ocurría hacerlo, le dejaba notas
con la hora precisa a la que salía y de la hora a la que entraba, siempre
acompañada de nuestros pequeños. Ya no existía Carmela la maestra, ni
Carmela la amiga, ni tan si quiera Carmela la hija. En el impás de un abrir
y cerrar de ojos ya solo quedaba la esposa, la madre, la esclava, la
sumisa...
Sin darme cuenta me fui
alejando de aquellos que me estimaban y me querían. Yo intentaba excusarlo,
pero llegó un momento en que se me acabaron las excusas. Los niños empezaban
a crecer y yo me quedaba sola cada vez más tiempo. La soledad y el silencio
son los peores aliados de una mente perturbada.
En más de una ocasión pensé en
acabar con todo aquello, debía de encontrar un final para aquel paripé
orquestado por un psicópata psicológico. Pero ¿qué podía hacer yo? Si me
quitaba de en medio mis hijos crecerían sin una madre y junto al único ser
que no se ocupaba ni un minuto de ellos. Su cometido era el de trabajar,
traer dinero a casa y que todo estuviera listo y compuesto: el baño a punto,
la mesa preparada, la casa recogida, los niños en silencio y yo abierta de
piernas por si le daba por eso...
También podría acabar con él,
quitármelo de en medio... Si me hubierais visto rezando en silencio a un
dios que ni si quiera sabía si existía, para dejarlo de querer o para que él
dejara de quererme... Pero eso nunca hubiera podido ser cierto. Me lo
repetía hasta la saciedad: “Hasta el día en que me muera serás mi mujer, ¡le
pese a quien le pese! Eso o te mato. Te mato a ti y mato a los niños, ¡so
puta!”. En esos
momentos yo me quedaba
inmóvil en el piso, llorando con pena aquel desconsuelo.
“¡Llora asquerosa, que
es lo único que sabes hacer, llora y hazme quedar como el malo, zorra!”, me
decía arrinconándome contra el suelo.
De vuelta al ahora, frente al
espejo, veía como mi mirada se perdía en un vacío existencial infinito en el
que las soluciones, a cuál más descabellada, no ponían
remedio a la angustia. “¿Qué
voy a hacer?”, me cuestionaba sin amparo. “¿Qué vas a hacer?”, me contestaba
la imagen del espejo. "¡Tengo que matarlo!”. “¡Adelante! Hazlo, yo estaré
aquí esperándote como todas las otras veces. ¡Hazlo sin miramientos!”.
Aquella imagen era la sola que comprendía mis sentimientos.
Sin ningún atisbo de
remordimiento me armé de valor haciendo algo que nunca pensé que hubiera
hecho. Me fui hasta la habitación de los niños, comprobando que aún dormían.
Nunca me hubiera perdonado hacerles ver aquello.
Fui hacia la cocina en busca de
algo que calmara mi angustia. El momento que se avenía no sería agradable
para nadie y mucho menos para él. Tenía que acabar de una vez por todas con
todo aquel sufrimiento. El dolor, la angustia, la desesperación, el
desasosiego.
Rebusqué entre los cajones de
la despensa, en busca de algo que me ayudara a acabar con él. ¡Al fin! Lo vi
claro, lo cogí sin dudar ni un segundo y me apreté a realizar aquella
chaladura: ¡un martillo! Subí las escaleras enajenada, en esos momentos no
sabía lo que estaba haciendo. Abrí la puerta de par en par y me abalancé sin
ningún miramiento. Empecé a golpear y martillear sin ton ni son. En el suelo
ya solo quedaban sus restos. La alianza, que segundos antes me había quitado
tirándola al suelo, estaba hecha añicos. Me dejé caer llorando contra las
baldosas de la terraza. En el exterior hacía frío, pero no en mi corazón que
sonriendo me decía: “Lo has conseguido. Has matado tu miedo.”
Bajé las escaleras liberada,
preparé el almuerzo como tantas otras veces, los niños desayunaban en la
cocina, él en el comedor. Mientras le servía un humeante café me saqué del
bolsillo del mandil los papeles del divorcio - que aguardaban prestos a
firmar desde hacía meses olvidados en el cajón del comedor - me miró con una
media sonrisa burlona mientras yo esperaba la reprimenda.
-
¿De verdad quieres que firme? - me dijo
calmadamente.
-
Firma, te lo suplico... No lo hagas más difícil -
le respondí yo inclemente.
Me miró de manera diferente,
como leyendo en mis pensamientos, como si por primera vez comprendiera mis
sentimientos. Por una vez en la vida, aquel impío hombre, veló por el bien
de su familia haciendo lo que tenía que hacer. Contra todo pronóstico firmó,
se levantó en silencio como un autómata, salió escopeteado por la puerta y
nunca más supe de él.
Ahora me miro al espejo,
orgullosa, ya que por fin puedo decir que esa que me mira desde el otro lado
sí soy yo. Mi nombre es Carmela, y esta es mi historia. La historia de un
ilusión, de la búsqueda del amor verdadero, de la creación de una familia.
De una oportunidad que se escapa, de una rutina que hastía, de un delirio
errante...