Y LA LECHUZA VOLÓ
Le habían
susurrado dulcemente a Anita: “Tú no te muevas de aquí por nada del mundo,
guapa”. Y Anita, con unos inocentes cinco años cumplidos el día anterior en la
inconsciencia de su orfandad, obedeció como la niña inocente y piadosa que
realmente era.
La colocaron y dejaron sola e indefensa delante de un enorme portón ovalado,
carcomido por la parte baja, arañado a media altura e incólume allá donde el
sol, la lluvia y la perfidia del hombre no podían alcanzar. A ambos lados del
portón, embutidas en la gruesa pared de rocas de arenisca y cal, dos hornacinas
sin huéspedes pétreos velaban como discretos ojos espías. Esto le provocó cierta
hilaridad a Anita. Tal vez por eso se tapó la boca con la mano derecha, por si
alguien pudiera otearla en actitud burlona: aquello se parecía bastante al
rostro bufón y apergaminado de don Isidoro, el despistado a la vez que querido
mancebo de la botica de los Yáñez.
Permaneció aquella madrugada del inhóspito tres de febrero con una parda y
pesada manta como abrigo; una corona de margaritas disecadas y un rosario con
cuentas esféricas de hojalata en sus manos; incólume la fe en Dios, debido a que
algunas cosas buenas le dijeron de este Señor; ajena al demonio insidioso que
habita en cada humano. En la hermosa luna se formaba un cerco difuso; en el
suelo charcos de quebradiza plata centelleaban como espejitos de las estrellas;
la vieja lechuza, en el olmo negro posada, a una hornacina voló y desde
semejante albergue divisó el tembloroso cuerpo de la criatura, mientras emitía
siseados cantos, que igual asemejaban a súplicas o giraban repentinamente a
melancólicas nanas.
Anita acumulaba sueño y frío; tenía los pies entumecidos, los azules ojos muy
abiertos y los labios azulados y trémulos. Emitía desde sus pupilas los
destellos de las alhajas de una cautiva princesa de cuento. Obediente, aguantó
el intenso dolor en los pies de nácar, calzados con la pobreza de las humildes
sandalias prestadas.
Avanzó lenta la madrugada, sembrada en la anarquía de los lastimeros ladridos de
malnutridos podencos, tras las ruinosas tapias de los corrales colindantes; y el
aullido lejano y aterrador del lobo hambriento. El rocío tornábase perlas en las
cejas y las perlas le recordaba al cegador collar de la señora Matilde: un poco
rechoncha, un poco cegata y demasiado buena ella. Y eso de ser la señora Matilde
demasiado afable, lo porteaba impreso en la faz, así como una verruga que antaño
luciera como primoroso lunar, tal vez determinante para que algún chico se
fijara en ella. Pero los más apuestos no vieron la gracia del lunar y con el
arroz ya pasado, el mozo Isidoro, poseedor del relativo atractivo del
aturdimiento que no sabían ver las guapas, ni las creídas feas, se le cruzó en
la primera noche que degustó el vino en la tórrida verbena. A eso le
acontecieron fieros los apretones y los besos apasionados por padecer ambos la
condena de una sequía endémica de amores.
Matilde suspiraba por cuidar de una niña pequeña, alisarle el enmarañado
cabello: limpiarle los mocos y darle abrazos y besos. Isidoro, entre los
suspiros, más de una vez espetó: “Debimos quedarnos con aquella criatura que
vimos abandonada en las puertas del convento”. Pero ya no se lo expresaba, para
no provocar el llanto. Solo era habitado este momento por el silencio; el dolor
enquistado; la falsa resignación y un avidez infinita por brindar amor. Y casi
siempre, Matilde enloquecida le suplicaba: “!Ve a la puerta del convento, seguro
que hay otra expósita! ¡Corre, apresúrate, pasmado!¡ Qué no se te adelante
nadie, que hay gente muy loba!”
Isidoro se enfundaba la parca que tenía de motas desordenadamente sembrada, así
como desgastadas las mangas. En la cabeza, la gorra gris acomodaba y salía
presto a satisfacer semejante recado. La pobre Matilde se llenaba de esperanza
sin sospechar que Isidoro realmente marchaba a visitar a la lozana Tomasa, en el
lupanar de los arrabales.
Esperó la primera vez que fue allí, el sinvergüenza, con toda paciencia a que,
tras varias bajadas y subidas de la Lozana, ésta se fijase en los dos billetes
de quinientas que mal doblaba sobre la pegajosa barra del antro. Y cuando subió
aquellas empinadas escaleras y atravesó la puerta, el embobado rechazó toda
caricia, rehusó la desnudez del cuerpo y la falsedad de la sonrisa previa al
trueque.
- Otro rarito pervertido ¡Por Dios! ¿Y usted qué quiere que haga entonces? Igual
debería estar gestando una empresa realmente importante y digna en vez de esto.
Honre a su esposa.
- Yo solo quiero que me hables mientras peinas tu denso cabello – solicitó con
trabada voz, el timorato- Desbocado como un manantial delante del espejo –
añadió con contundencia.
- ¿Le gustaría que le contase mis miserias de puta? ¿Quiere oír de mis
enfermedades venéreas, de las palizas, del asco que siento, de mi desgraciada
vida o de cómo aprendí a disfrutar y a reírme de la vida tras beberme cinco o
seis copas de brandy todas las noches y así sedar repugnancias e infidelidades?
Lo conozco, boticario.
- Solo quiero que hables de ti. El comienzo es cosa suya. O más bien, si lo
prefieres, descansa.
La lozana ofreció el suntuoso, exuberante, perfecto y terso muslo: promesa o
realidad de cuanto al ciego deseo del casado, en el tálamo matrimonial
centenares veces por viejo rechazado, se ofrecía por “ módico” precio.
- !Por favor, Tomasa, solo háblame de lo que quieras..! Únicamente ansío de ti
algo de tu tiempo como digna mujer.
Ahora, tras innúmeras visitas y cuantiosas confidencias, la Lozana hablaba con
él como si fuera su padre. Tras ello se despedían con un abrazo de los que hacen
captar ternura en lo más hondo, sintiendo el calor del amor filial. Isidoro
pensaba entonces qué decirle a Matilde sin partirle el corazón pues el convento
llevaba cinco lustros cerrado. Perpetraba un nuevo embuste que ella siempre
estaba dispuesta a creer por tener en la mentira una forma de vida soportable o
un castigo más que asumido.
El sol del invierno, solo para Anita se hizo de primavera, venciendo la
terquedad de algunas nubes. Las perlas permutaron a rocío que se evaporó en
nubecitas como la exhalación de las almas de un millar de ninfas. Aún llegando
la amanecida, la lechuza, secuestrada por el vicio de la curiosidad, permaneció
en la hornacina.
El sol hirió los ojos a Isidoro, nada más evadirse del antro por la puerta
trasera, tal cómo debe hacer todo maleante. Las últimas confidencias de la
lozana Tomasa le golpeaban la conciencia y la conciencia le obligó a caminar
casi una legua hasta llegar al convento abandonado. Repasaba con cada paso la
última conversación.
- ¿Sabe una cosa, Isidoro? Mi vida podría haber sido muy distinta si por ahijada
una pareja de buena fe me hubiera tomado. Caí en las garras de dos despiadados
¿Usted me habría adoptado?
Esto dolió a Isidoro como una saeta emponzoñada, insertada y después retorcida
en el pecho. Tomasa era la niña que vieron en las puertas del convento, la misma
que no se atrevieron a tomar o a pedir o a … Tomasa podría haber tenido una vida
digna, unos estudios solventes, el calor de un hogar. Y él, así pretendía
absolver de culpa su conciencia.
- Don Isidoro, ¿cree usted que tenemos una sola alma o varias? A veces me da por
fantasear pensando que tenemos varias almas, una por cada etapa de la vida y que
mi alma de niña, porque la niña en mí ya la mataron, está atrapada no sé donde.
Curiosamente, algo parecido expresó Matilde no hace mucho: “ Siento que una
parte de mi alma quiere abandonarme… ¿ Habrá alguna niña frente al convento?
¡Corre y si la hay, no dudes en traerla!
Era estúpido pensar que hubiera otra expósita allí pero, por otro lado, entre la
conciencia y el anhelo, con el atisbo de aquella esperanza sin pies ni cabeza,
experimentaba una locura que le llevaba a creer en lo imposible; aunque fuese
tan imposible como este sol implacable que ahora hacia quemar la brisa, en un
invierno tan cerrado y gélido cómo lo había sido horas antes. Cuando finiquitó
el recorrido y giró en la bocacalle que daba al convento vió a Anita y aunque
quiso correr y raptarla, los pies se hicieron de plomo y solo pudo observar, al
igual que la lechuza, como se abrió la puerta y la inocencia entró feliz tomando
la mano de una mujer de joven estampa, cara difusa y un collar de perlas. Las
últimas palabras que le escuchara a Tomasa, le inundaron la mente.
Yo, don Isidoro, quisiera que el alma de niña que vaga por ahí, encuentre una
persona buena que la adopte en el cielo y ser allí “cascarón de huevo”. Es
decir, saltar; correr de aquí para allá, en los juegos de aquella otra vida, sin
saber mucho, sin conocer de la maldad, ignorada en el juego y a la vez protegida
y mimada, feliz por pensar que en juegos lo hago bien. ¿Cree usted que esto
podría ocurrir?
Y viendo aquello la lechuza, satisfecha, aun siendo ya el día, de allí voló.
Autor: Marcial del Pino Chiachío.
(Segundo premio del CERTAMEN LITERARIO "8 DE
MARZO" DÍA INTERNACIONAL DE LA MUJER 2025,
organizado por la Asociación de Mujeres Progresistas "Despertar Femenino" de
Porcuna).
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