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EL MILAGRO DE CLARA MONTES

No sé si le habré dado  la forma y el estilo adecuado en este relato, cosa que sin duda siembran en mi cierto desasosiego ya que temo no transcribirlo con adecuada agudeza literaria, emulando aquel otro que me fuera contado en su tiempo, muy lejano a estos momentos. Son dos las causas principales: la primera, la enorme cantidad de tiempo transcurrido; la segunda, la fuerza de la voz y el rostro expresivo de quien me lo contó cuyas sensaciones me veo en la imposibilidad de transcribir y comunicar. Aun así, he de aclarar que cuanto aquí expreso ha sido constatado personalmente, pues en mí hubo una obsesiva manía de investigación que, por esa suerte que a veces le da a uno la vida, encontró la facilidad de la desinteresada colaboración de don Ernesto, celebérrimo párroco de la localidad. Es este el desconocido milagro de Clara Montes.

Ha despertado Clara, después de  estar, no sabe a ciencia cierta cuanto tiempo, sumida en la última oscuridad, con una hercúlea  voracidad de vivir; pero el ya amargo ejercicio de la meditación, acaso demasiado ingrato e imposible a estas alturas de la vida,  en unos impensables instantes de lucidez la han estrellado con el cruel muro de la realidad. No obstante una sensación de ahogo le hace respirar espasmódicamente y, al hacerlo, experimenta un peregrino sobresalto de inseguridad, tanto que piensa romper en el amargo llanto; permutado éste finalmente por sollozos y quejidos de dolor. No ve bien, todo alrededor es como de una niebla espesa y pegajosa, unos borrones móviles a   los que ya estaba acostumbrada a no distinguir de manera alguna. Aun así, le viene la repentina imagen de su cubil. Es este cubil una habitación diminuta con un aire de rancia aspereza, que comparte indiferentemente con otra mujer, amiga de la infancia. Las paredes son de un envejecido color ocre y están desdichadamente adornadas por dos cuadros con motivos religiosos, uno sobre el cabezal de cada cama y un descolorido y olvidado mural acerca del tiempo de adviento. La ventana, situada en la parte derecha de la entrada, da a un pequeño patio donde malvive una grotesca emulación de jardín que pierde su poco sentido ante la imponente presencia de muros de hormigón: férreos separadores de la residencia y una arcaica factoría que persiste en su actividad nociva.

Hay, no obstante, un rayo de luz de entre estas siniestras brumas pues en su mente comienza a tomar sentido un lejano recuerdo a hijos, ausentes de su memoria por fatal enfermad, a los que cree reconocer ahora mismo bajo la apariencia de esos borrones que de vez en cuando deambulan a su derredor. Hay autenticas ganas de revancha y también un sentimiento de rendición ante lo evidente, ante el más inmediato e ineludible desenlace de eterno abismo; de impenetrable penumbra. Prácticamente nada importa, salvo pensar que deja a sus seres más queridos al amparo de las insoslayables vicisitudes de la vida. Esas que a ella la tuvieron en constante jaque y ante las cuales luchó. Gracias a la Santísima Virgen de los Dolores: ha pensado ella con su característica devoción ante lo místico, la lucha dio sus frutos y mis hijos no tendrán que sufrir las vicisitudes de la falta de recursos.

Cuando la llevaron a la residencia, Clara conservaba la suficiente lucidez como y para comprender cual habría de ser el último “hogar”. Espirar en su propia casa, deseo éste cumplido por sus padres y los padres de sus padres, quedaba lejos de toda posibilidad. No le importaba en sí el lugar que le eligieron para ella si no la poca sensatez y la poca deferencia de quienes lo decidieron, pues bien habían podido esperar dos o tres meses más, cuando todo recuerdo de sí misma hubiese sido devorado por el alzehimer y su existencia reducida a un simple montón de viejos huesos y pellejos al cual mantener vivo por cuestiones morales y humanas, como un tributo y un homenaje a todo cuanto fue y movió. Aun así no guardó rencor y por enésima vez supo conformarse, supo perseverar.

Está agradecida e intenta un momento de rezo, pues el Todopoderoso, antes de llevarla a su lado, le ha dado el privilegio de vivir los últimos momentos con cierta   conciencia de si misma. Pasan tres horas más, ya desapareció esa extraña sensación de respirar, también desapareció el dolor, cambiado ahora por otra que le hace avergonzarse y renegar de la última lucidez, cuando nota la humedad instalada en la entrepierna.  Ya sabe sobradamente que esa humedad es cosa natural y aún así se sofoca por una sensación ineludible de perdida de dignidad. Le llama la atención la rapidez con que es atendida y liberada del malestar de la misma forma que la delicadeza que han empleado para hacerlo. Simplemente, piensa, uno de esos borrones será nuevo y pertenecerá a una persona con más finura. Eliminada la angustia comienza a sentir en su estómago una tremendas ganas de comer, precisamente ganas de comer antes de terminar el errar en este mundo. Quisiera pedir un poco de comida, tal vez una consoladora sopa, pero, para su sorpresa se siente incapacitada para articular palabra alguna y en su lugar, cambia el deseo por un lloriqueo. Inmediatamente es satisfecha la básica necesidad y experimenta un sabor irreconocible de líquido. A la satisfacción le sigue un sueño que no puede controlar y en el sueño aparecen sus hijos pertrechados de ropas de luto, llorando a la misma vez que portan el féretro donde ya se encuentra. Ya no sabe si sueña o si está en alma observando su propio entierro, solo reconoce, bajo esas lágrimas y esos trajes de única ocasión, a quienes la confinaron en aquel lugar, que sin ser malo lo sumió en la tristeza de sentirse olvidada como se olvida la herramienta en un polvoriento trastero, una vez finalizada la utilidad. Siente lástima de ellos pues hubo de morir para ser recordada y apreciada, para unirlos nuevamente y, sin embargo, se alegra pensando en la nunca completamente conocida influencia que tiene este tránsito entre lo terrenal y lo divino.

Pasa así el tiempo, entre la paz de una procesión funeraria que parece no tener fin, inmersa en una  postración en cubito supino; respiración suave y templado descanso. Nuevamente siente otra humedad, esta vez más espesa y pegajosa, despierta y llora. A pesar de ser palabras las que quiere entonar, llora y presiente que esta vez si es este el último momento pero, cosas de la vida, nuevamente es atendida con una dulzura poco común. Quisiera agradecer esa amabilidad que le hace sentirse otra vez humana y, tontamente, útil. Ella útil a estas alturas de la vida – piensa. Sin embargo, el deseo de conocer la cara amable se ve truncado pues su vista solo le sigue ofreciendo borrones. Precisamente eso, un borrón y el olor de esa persona se le quedan grabados. Poco después siente como es zarandeada, levantada y bajada, movilizada de una habitación a otra, más agradable tal vez. Luego de transcurrir un tiempo indefinido siente a su derredor otras presencias, diminutas todas y ella comienza a pensar y a medir toda sensación antes de espantarse. Me han llevada a una habitación con bebés. La idea le parece tan descabellada que cae en la cuenta de la mala pasada que le produce la demencia sin explicarse como recordar que estaba demente.

Clara cierra los ojos en un deseo anacrónico de encontrar el ya ansiado final, vuelve a abrirlos y se siente rodeada de más sombras y más borrones. De estos salen voces conocidas y queridas, reunidas para darle el último adiós.  Una mano descarada le acaricia las mejillas, unos labios resecos le besan la frente y una voz empapada en la ternura le dice: guapa, bonita. Clara sonríe ante la necedad de sentirse llamada guapa en esa situación. Es el timbre de esa voz conocida pues pertenece a la más pequeña de sus hijas. No sabe cómo, es nuevamente zarandeada, cambiada de una cama a otra; y las camas parecen brazos enormes. Una de esas camas, nunca experimentada hasta ahora, la mece.

- Cuchi, cuchi. Guapa,  cosita chiquitusa y bonita.  Clara, Clarita de mi corazón- Oye repetir nuevamente. Desconcertada muestra inquietud y temor en el rostro

Clara ha comprendido todo  con una serenidad que el mucho vivir le dio pero no asume enteramente que ahora es bebé, que ha renacido entre los suyos como una nueva existencia: querida, adorada, mimada, inocente aparentemente, inexperta y hace un gestecito de desaprobación que provoca tiernas y fáciles sonrisas de los espectadores. Un abrazo la aprieta suavemente sobre un cuerpo cálido de olor a rosas y  experimenta el gozo de sentirse protegida. Más ahora ruega despertar del sueño -si es que lo es- o perder la conciencia de mujer madura para sumirse en la mínima ignorancia del ser recién nacido.

Cuando Clara Montes volvió a dormir, consumando el estricto horario de bebe, se cumplió dicho deseo y solo el tiempo le hizo ser nuevamente consciente de quien fue  para reconocer en sus padres y tíos a los verdaderos hijos; cuidarlos y amarlos como tales, en los últimos días de sus vidas, cuando sucumbieron en el socavón que es la broma sarcástica de la vida en hacernos dependientes de quienes dependieron de nosotros, con el cariño y el amor más verdadero  e indestructible que hay en la faz de la tierra: El amor de madre.
 

Autor: Marcial del Pino Chiachío.

(Primer premio del CERTAMEN LITERARIO "8 DE MARZO" DÍA INTERNACIONAL DE LA MUJER 2008, 
organizado por la Asociación de Mujeres Progresistas "Despertar Femenino" de Porcuna).

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Actualizada el martes, 18 de marzo de 2008