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PRESENTACIÓN DE LA NOVELA “LA NEREIDA” DE LUIS EMILIO VALLEJO DELGADO

(Jaén, miércoles 25 de Junio de 2013.
Librería escolar TRES, CALLE Principado de Asturias, 7)

 


Torpe de mí, porque yo debo de ser el único porcunés que desconocía en absoluto la tan comentada historia del famoso crimen de los Nereos; ese crimen sobre el que corrieron ríos de tinta, que afectó a altas estancias de la patria, y del que este año se conmemora, si es que se puede conmemorar un crimen, el primer centenario de aquellos disparos de Mauser que acabaron con la vida de un guardia civil y aquellos otros culatazos con que fue golpeado un sargento y que también le acarreó la muerte.

Centenario de dos crímenes cometidos por dos criminales, aunque parece ser que la historia siempre nos los retrata en presuntos, en ese hábito del sí pero no; uno confeso, no se sabe si por decisión propia o por decisión ajena, y el otro inculpado, sospechosamente inculpado, entre la presión social, jurídica, política y literaria que se levantó en la negra España de esos negros años, pidiendo indultos, indulgencias y excarcelamientos para estos dos Nereos, que, más que culpables de asesinato, gozaban en la sociedad de una sospecha vilmente interesada; una cuerda de presos en el ser cabezas de turco de otras más profundas y sospechosas culpabilidades escondidas.

Un crimen que pasa por ser como una historia romántica y trágicamente profunda, que más que dar en sangre tiene pretensión de dar en lírica, o que el paso del tiempo la poetiza en lírica. Un crimen que cuenta con el beneplácito popular y romántico del populacho que estima a los hermanos Nereos como se estimaban a los bandoleros de las serranías: criminales caritativos, ladrones místicos, delincuentes en la poca monta de los delitos insignificantes, aunque trágicos fueran: armas de fuego que más que matar sociedades parecían dadas a sociedades salvar; latrocinios que no robaban nada, sino que cambiaban de lugar los dineros, las especies y las especias, como un devolver dignidades a los que de las dignidades privaron.

A mí me suenan a algo así estos hermanos Nereos, de los que la vocinglera popular de los antañosos años convirtieron casi en divinidades agrarias, salvadores del nunca exigido derecho de la pobrería a tomarse de vez en cuando la justicia por su mano, dada que la otra justicia, la que se alumbra y se deslumbra en la alta esfera de los juicios de toga y birrete parecía y parece andar aun por otros menesteres, por otros mentideros, menesteres y mentideros que poco ayudaban a esas otras nobles causas de los oprimidos por sociedad tan avasalladora, en sus políticas, en sus sociedades, en sus militarerías de batallas y en la batalla, tan legendaria como tétrica, de esas otras aguas, que , tricornio y capote, de desgastados verdes traqueteaban el barbecho de los campos buscando a los hambrientos de las rebuscas y de las cazas menores de gorriones y zorzales: esos delitos que lo único que hacían era buscar alimentos donde los alimentos se producían para callar esas bocas que cada amanecer pedían su comida.

Yo veo así este crimen de los Nereos: una base romántica de bandoleros con escopetas, enamoradores de damas de alcurnia y abolengos rancios, de las que asomaban las pecheras de encajes por entre las claras lunas de las ventanas con visillos; héroes románticos de un tiempo en que, estas muertes, cumplían su misión de ser cantares de gesta recitados de feria en feria por un ciego de nublados ojos, de capa parda y sucia del polvo de los peregrinos caminos y sombrero bohemio lleno de sombras y hojas de álamo.

Los Nereos; rebuscadores de espigas, rebuscadores del aceite de las aceitunas pasas, sesteadores bajo los húmedas honduras de los lindones esperando el descuido de una liebre, de una perdiz o un mochuelo nocturno confundido entre las ramas de olivo de los atardeceres para confeccionar la poética de los estómagos.

El crimen de los Nereos; claro, todo eso en el caso de que, efectivamente, fuera cierto ese crimen, imputado y reconocido, bajo no se sabe que presión a los hermanos Nereos, el Justo y el Antonio, dos adolescentes adustos y agrarios, en unos tiempos en que la adolescencia no existía, y se pasaba de la niñez a la madurez como si fueran los tiempos tiempos medievales ; dos mocitos altos y juncalmente esbeltos, trajeados en trajes de paño, camisas de algodón, chalecos de boda, y corbatas de mizo sobre los cuellos, como si aquellos Nereos de sangre fueran Nereos de fiesta, embriagados de vino, o prestos para el embriague, peregrinos de procesión de Semana Santa, o chulillos de poca monta exhibiendo ante las mocitas de cenachos de vareta y velos islámicos, junto con sus bocas bravías de jornaleros de caza y peón de aceituna, en voces gangosas de vino y amargas de aguardiente, las elegancias del señorito de cabriolé y reloj de bolsillo, dentro de esos trajes almidonados por entre los que asomaban, extrañas, sus mondas cabezas rapadas al dos, caras sin vellos en las barbas, y bocas sin rouge de besos: masculinidad de machos con reaños, capaces de decir un piropo o pegar cuatro tiros, caiga quien caiga.

Un poco, más o menos, como la España en que habitaban: mítica, trágica, bondadosa y caritativa, hambrienta y opresora, poética y siempre España en el negro de siempre; una cosa entre mitología y misticismo, donde tantos Nereos abundaban y tantas secuencias de la vida se apuraban entre cuatro tiros y cuatro copas de vino.

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Ha merecido la pena el haber tenido que esperar un centenar de años, toda una centuria que nos ha llevado por dictaduras de tapadillo y poca monta, con un monarca sin monarquía y un general de cuartelillo y aristocracia, sin más ojo que el ojo que no se nombra; una restauración borbónica con un Borbón de bigote y poco más, con más nombre que presencia y un exilio millonario por los casinos y las hurgamanderías de las Suizas y las Italias; una II República de bondades , excesos y analfabetismos, una tiranía mísera, mediocre, asesina, cursi y aburrida con enano velazqueño al frente y mal pintado junto al brazo incorrupto de la lírica santa de Ávila, y una democracia con paso atrás, y la mirada aun más atrás perdida, extraviada y siempre bizca, para que a la luz de los ávidos lectores, o de los lectores del de cuando en cuando, se nos aparezca, como un milagro, esta novela de Luis Emilio Vallejo Delgado, poeta y amigo, como en aquel poético título de Alberti con Lorca, y de tan bellísimo título “La Nereida”; título que, nada más leerlo, de leer esa su hermosura de nombre que parece porcuneramente nombrajo, y nombrajo de cabaret ambulante con una niña cantora lanzando coplas de gorgoritos y atipladas resonancias a un público de pueblo harto de habichuelas con chorizo y migas de invierno en una cortijada, dan ganas de adentrarse en sus adentros para ver en qué da tal hermosura, y la tal hermosura da en otros muchas hermosuras interiores.

Yo celebro el título y celebro las palabras a las que dan paso el título, las que lo acompañan; y celebro a Luis Emilio y celebro a la prosa y celebro a la literatura en este día en que se festeja al libro, y casi como hecho insólito, cuando los que, como Luis Emilio y como yo, que lo mismo nos damos a la lectura que a la escritura, todos los días festejamos y celebramos el día del libro, porque cada día hay un libro aguardándonos para ser abierto y respirar sus decires y sus consecuencias, al igual que todos los días celebramos las palabras que escribimos y también las palabras que no escribimos, esas que van entre líneas: las líneas en blanco que parecen mudas aun diciendo tanto. Y dentro de esta estupenda novela de Luis Emilio, si es que novela es, cuando no documento, cuando no también novela-documento, hay silencios que hablan más que las palabras; esos silencios en que se vislumbra la secuencia del lector añadiendo más palabras a las palabras ya escritas.

La Nereida ha ejercido un cambio en el tipo de literatura que Luis Emilio Vallejo venía ofreciéndonos de vez en cuando, en ese de vez en cuando de las publicaciones, y que líricamente disfrutábamos en prosas tan exquisitas como las de aquel “Cuaderno de bitácora” o en aquel otro de “Apocalipsis del jardín del Edén”, una forma de contar cosas desde la lírica y desde el porque de las palabras, desde el atrape loco de la metáfora, o desde el desliz de la palabra real convertida en palabra de ensueño o en palabra pintada con otros colores, viniendo siempre a dar en armonía; esa capacidad del poeta de decir verdades en parábolas, señalar caminos en métricas de romance, o adentrarse en la vela de la palabra oculta para describir la vida y los hechos de la vida como dibujando sedaciones o soledades tras una niebla estampada mañaneramente en un campo de olivos: hechos de Luis Emilio, que, a veces también aparecen en esta Nereida, que al poeta nunca se le va la voz por mucha sobriedad que exponga, pero ofrecidas en agradecidos cuentagotas , que, para escribir esta novela, Luis Emilio ha tenido que prescindir de sus extensos y profundos recursos líricos para que la realidad no se le fuera de las manos, haciendo de las balas de sangre canicas de espuma, y de la realidad de unos muertos y de unos asesinos, una fantasmada de hipérboles, hiperbatones y extravagancias de rimas, que en nada tuvieran que ver con las realidades de unos hechos, los hechos de “La Nereida”, tan tangibles y tan verdaderos.

Para escribir La Nereida, Luis Emilio tuvo que olvidarse, si olvidarse puede, por un tiempo prudencial y ensangrentado, de sus dones poéticos tan acaecidos y tan libres en “Arpegios”, “Alma de Marfil”, o “De Rerum Obulco” y disfrazarse de otro Luis Emilio, un Luis Emilio realista, pulsivo, sobrio, un Luis Emilio detectivesco, indagador, profundo en las secuencias y en las consecuencias de lo narrado, sapiente de los hechos y de los lugares de los hechos; un Luis Emilio de hemeroteca que, acechando los rastros ya casi patibularios de los hermanos Nereos, buscar en sus ojos cabizbajos, quizá de sol, como ojos entornados más que alicaídos, y en sus rostros cetrinos, camperos y acongojados, el por qué de aquellos crímenes, y el por qué, incluso, de aquellos tiempos con tanto negro, que es negro luto, asomando de entre los resquicios de días tan soleados y tan, paradójicamente, desolados; y con todo, Luis Emilio, en esta historia tan bien contada y tan bien escrita, se muestra, se pretende mostrar, benigno con los reos, con los crímenes, con las secuencias, los aconteceres y los sentimientos ocultos, y los carnavaleros disfraces de los entornos, tal como aparecen los hermanos Nereos, en la ya tan mítica foto, como disfrazados de algo que no los hace ellos sino haciéndolos los otros, los otros que , a saber, si también podrían ser ellos: un trabalenguas de hechos y pareceres que pone sentido y tensión en secuencias tan sangrientas, tan ambientalmente sangrientas. Las almas siempre duales del doctor Jekyll y mister Hyde persiguiéndonos desde la creación del mundo; esa paz que es guerra, esa transformación travestona de las personalidades, que, a veces, nos protege desprotegiéndonos tanto.

Como buen narrador que ama lo que narra, Luis Emilio Vallejo, en “La Nereida”, busca sobre todo, conmover, y amen de contar unos hechos, que gracias a él, han pasado de ser historicistas a ser históricos, que han pasado de ser reminiscencias en blanco y negro ya casi sepia de cháchara de taberna y vocinglería de mujeres barriendo aceras y acarreando cántaros de agua de las fuentes, a ser verdad tangible, verdad de acero, verdad ya no de confesionario, sino verdad comulgada en palabras: la verdad que se da en la palabra escrita y puesta en libro, ese algo que rompe los impedimentos y por donde se alumbran y deslumbran los acontecimientos. Un documento histórico primorosamente escrito que tiene su valor hoy y que más valor tendrá aun con el paso de los años. Una historia salvada del oprobio con que se viste el olvido y la marcha atrás silenciosa de las cosas y de los aconteceres: una memoria salvada y salvadora; salvada por el dueño del bolígrafo y el papel, que es también sueño del bolígrafo y del papel, y que a la vez, es también como un disfraz del escribir ayer y que sólo ejercen unos cuantos románticos trasnochados, como este servidor que les habla; el inclemente hombre, Luis Emilio, que a la pérdida del tiempo le pone barreras y a la memoria disoluta y olvidadiza le saca los serrines de las maderas para formar con ellos una escultura, pues, como escultura también se disfraza esta Nereida de Luis Emilio ; una escultura que se va creando, que se va construyendo palabra a palabra, frase a frase y hecho a hecho, hasta formar esa madera o piedra ya tallada, ese descubrimiento interior de la materia sola por donde se esconden los hechos y los hechos se alumbran hasta formar un todo narrado: narrado, esculpido e informante; una vida de lo que se creía era una muerte, un atrevimiento intemporal al que sólo acceden los que tienen el capricho, casi místico, de levitar sobre aquellos sucesos de un siglo, pero que suenan ya a casi milenarios para bendecirlos con el calor y el color de los sucesos expuestos y echados a caminar para que todos sepan/sepamos de su camino; una fantasía de leyenda devuelta a la realidad desenterrando doncellas dormidas y desencantando estatuas embrujadas.

Estupenda novela. Estupenda novela-documento. Estupenda novela-documento-ensayo esta Nereida de Luis Emilio Vallejo, para ser degustada en sus verdades, en sus tramas y en sus literaturas, que aquí, por estos vericuetos de “La Nereida”, cada cual puede buscar la información más precisa, por si información necesita, o las más precisas de las palabras, por si, en el fondo, como me sucede a mí, de las historias contadas sólo me veo afectado y emocionado por su fondo literario, y en “La Nereida”, bien que lo encuentro.

Un caminar por esta novela que empieza sereno, abocado al laberinto de las digresiones, que se van escalonando como en escalera de película de suspense o de terror, como buscando tropiezos, esos tropiezos que despiertan del sesteo y obligan a no despegar los ojos de lo escrito para evitar el muermo del aburrimiento. Y que, conforme va avanzando la novela, esta novela tan bien escrita y que también es novela-estudio y novela psicológica, entra ella en un estrés desesperante y tenso, álgido y trepidante, casi agónico, donde Luis Emilio conforma y se atreve en el dificilísimo arte de la novela policiaca, donde todo se convierte en intriga y se resuelve en charla, y donde se acaba con una meritoria alabanza nominal, al estilo de la novela coral, por donde van pasando los nombres con sus retrancas, sus comentarios y sus retruécanos junto con sus dimes y diretes que amenizan un final de novela espléndido, y por donde se anuncian los diálogos que son monólogos en su diálogo general, cuando no suspiros, y que hacen de “La Nereida”, la filigrana genial de la tira bordada, los encajes de bastidor y las puntillas a hilo de mesa camilla por donde se cuenta una historia que fuera leyenda y ya es verdad, y por donde es grato escuchar esa historia, que es, evidentemente, leerla.

Las últimas cien páginas de “La Nereida”, son un apabulle, un azogue, una tensión y un mareo de acontecimientos; una borrachera de palabras perfectamente enjalbegadas, perfectamente cosidas y perfectamente elegidas para hacer de “La Nereida” una culminación literaria que, en el fondo, es, personalmente, lo que más estimo de este o de cualquier otro escrito, que yo soy de los que aman el cómo se escribe una historia, más que el qué cuenta esa historia, y “La Nereida”, me ha dado lo que siempre busco y gusto de leer.

Puesto a elegir, iba a elegir un capítulo de esta novela, que también es novela-río, que yo siempre he dicho de Luis Emilio que es poeta-río, un apunte de esta novela para hacer un aparte y para degustarlo, pero les dejo el aparte a sus lectores para que disfruten encontrando aquel u otro momento preciso, pero admiro, en verdad, la descripción de las escenas que suceden en la cortijada de San Pantaleón: un retrato perfecto y exacto de una sociedad que son varias sociedades y de un tiempo, que es un tiempo y a la vez son muchos tiempos, y de los que, aunque parezca increíble de concebir en estos tiempos de hoy, apenas nos hemos despegado de aquel cortijo de San Pantaleón, de aquella secuencia, de aquellas premoniciones, de aquellos ambientes, aquellas estéticas, y de aquellas éticas que se nombraban en éticas sin éticas serlo.

Estupenda novela “La Nereida” de Luis Emilio Vallejo Delgado, con calidad e interés más que suficiente como para ser defendida contra otras tantas publicaciones, que, apenas merecen un mínimo de interés y aun más mínimas palabras, a pesar de tan millonarias ventas y tan altos puestos en el hits-parade de las listas de éxitos. Después de todo, y afortunadamente, “La Nereida” nos demuestra que aun es posible leer buena literatura sin abandonar el renglón de una historia bien construida y mejor contada.

 

Alfredo González Callado

En Martos a 4 de Junio de 2013…. Casi las tres de la mañana.

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Actualizada el jueves, 06 de junio de 2013