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REGRESO "Podría ser el momento de volver por la historia. He vuelto en un día en el que el sol lo llena todo. A mí, siempre me parece que el sol lo llena todo en cuanto piso mi pueblo, mi calle y la casa donde nací. Ya por la Cabra Mocha, empiezo a notar por dentro sensaciones que luego duermen por mucho tiempo (hasta mi vuelta) y empiezan con el olor a alpechín del que los viajeros jóvenes se quejan mientras yo lo aspiro con ansiedad y fuerza. Luego durante unos segundos veo el cementerio con su relumbrón blanco de cal, y resbalan unas lágrimas por todos a los que ya no veré, pero que en volviendo, siento tan vivos y cercanos en todo lo que me rodea. Y cuando el coche aparca por fin y piso mi calle, tan distinta y tan igual a la vez, el tiempo retrocede de pronto diez, veinte, treinta, cuarenta años casi o más, y madre está en la puerta para recibirme, menuda y hermosa, con su moño de mujer porcunera, joven de luto, su delantal a cuadros y su abrazo de amor lleno de calor y de fresco olor a jabón de aceite y sosa. Padre, detrás, aguarda, aguantando con fatiga la emoción, porque desde pequeño le habían enseñado que eso debían hacer los hombres: - ¡Qué vaya carajo!- pensaba, moviendo nervioso la boina en su cabeza. De donde vengo nadie me conoce así, ni a nadie conozco tanto. De cada uno de estos sé alguna alegría, muchas penas, y con cada uno de ellos y ellas he vivido algo para llevar en el corazón. Ya dentro de casa, llena de pobre limpieza, con apenas lo imprescindible, la mesa estufa y cuatro sillas de enea algo apolilladas, están alrededor del fuego cuyas brasas han amarilleado la cal de las paredes. Aunque hace unos meses que pusieron luz eléctrica en las cámaras, aun sigue en el techo el agujero por donde colaban la única bombilla existente, de abajo-arriba o de arriba-abajo según necesidad. Cruzamos el segundo portal, que es un pasillo estrecho cuyo mobiliario se reduce a una vieja arca de madera carcomida (que es suficiente para guardar la ropa de toda la familia), para sentarnos bajo la parra del patio, muy fresco por el riego del agua del pozo, y mientras madre aprieta mis manos, me mira, y con su mirada intenta averiguar qué y cómo vive su niño de veinte años lejos de ella, padre me ofrece un trago de vino de la bota, mientras, frota la rueda de los chisques de yesca con los que enciende un pitillo que acaba de liar. Lo miro y lo veo viejo a los cincuenta años, vestido como todos los peoneros de su edad, jornaleros uniformados para su dura tarea: pantalón de rallas con varios tonos de gris y algún remiendo, camisa blanca con también finas rallitas azul claro y blusa también gris, también raída y también pasada por tanto uso, como él mismo. Cada una de sus arrugas prematuras esconde algo, en alguna estaré yo. De esto, ¡hace tanto tiempo! - Benito, cuánto tiempo. ¡Eh, Benito! Y vuelvo de nuevo al presente, en el que ahora es real que estoy en mi Porcuna, en mi llanete Abades, y mi hermana, que como madre es menuda y hermosa, tiene un cálido abrazo para mí. De los vecinos ya viven pocos de los que conocí y algunos como Adora que ya no puede vivir sola están con los hijos e hijas. Adoración o Mamachón, para todos mientras fuimos niños, comparte la historia de muchas mujeres entonces. Viuda de guerra, cuando con diez años fui por primera vez a coger aceitunas, allí estaba ella y cogiendo habas, matalahúva, segando, quemando ramón, estraperlando vino de Lopera..., en fin que empecé hacer muchos trabajos nuevos y todos ellos llevaba ya muchos años haciéndolos Mamachón. En el llanete Abades de mis recuerdos, siguen en aquellos días en los que el campo era paro y miseria, sentados al sol en el rincón de la "Macarena", Juanillo "Trigo Limpio", Benito Rojas y Pedro el "Cochinero" haciendo 'aguaeras', escobas de sahína, sogas, capachos... - Qué entre algo por algún sitio - comentaban. Sentados a su alrededor, los niños con navajitas pequeñas les pelábamos las varetas mientras escuchábamos las historias de cada uno. Como el tiempo que pasó Rojas en esa angustiosa mina en Sama de Langreo: - Porque el hijo se me moría y no tenía ni una perrilla para las medicinas - decía afanándose aun más en la tarea, lo que le obligaba a bajar la cabeza lo suficiente como para esconder una lágrima incontrolable. Aunque a mí, las que más me gustaban eran las historias de la guerra, en la que Rojas había sido sargento y en las que siempre terminaba diciendo: - Pero niño, tú chisss, que me juego el pellejo. Y de cosas tan seria pasábamos a la risa. No había envidia, porque no había nada que envidiar a nadie: "En el llanete Abades, Yo los escuchaba embobado, sin pensar que con el tiempo todo aquello terminaría siendo para mí algo que recordar y contar desde poco tiempo después, porque al pasar los años volver para mí es cada vez más viajar por mis recuerdos, por mi vida. Cualquiera que pudiera entrar estos días en mi pensamiento quizás me criticara por nostálgico. Y no es así. Recuerdo con cariño a todas las personas que conocí y con tanta dignidad vivían en su pobreza, pero no a la situación de la que salí, y que al igual que en mí, sólo está ya (basta mirar alrededor) en el recuerdo de todos. Pues como dice el viejo proverbio oriental: "Mal acabará quien pretenda adentrarse en el futuro, ignorando lo que sucedió en el pasado, porque entonces no vivirá el presente". Cuando me fui, no lo hice movido por grandes pretensiones ni ansias de grandeza. Salí de aquí simplemente para poder subsistir, porque como decía madre: - ¡Señor, que la cuenta del pobre que no! Llegué a..., bueno ese lugar. Otros llegaron a otros. Y todo era extraño para mí. Encontré, como escribió el poeta, "palustre 'na' más". Y ¿qué si no? Apenas sabía leer y escribir porque acudía a la escuela de noche con los huesos en desarrollo molidos por el trabajo del día. La verdad es que la Enciclopedia Álvarez dejó en mí muy pocos conocimientos. Yo sabía de campo, de cuidar la borrica, las gallinas, de mi melonar en la 'Pasá Carrera' (del que luego, al repartir con el dueño de la tierra, quedaba tan poco). Con esta preparación, sin dinero, con solo aquella maleta de cartón reatada con tomiza, la cara pegada al cristal y los ojos atónitos pareciendo querer salir de sus órbitas, empezó mi futuro entre aquellos monstruos enormes de cemento y hormigón que parecían tragarlo todo, entre multitud de coches (no tantos como ahora) y entre miles de personas de las que no sabía nada, que nada sabían de mí y que no parecían querer hacerlo, pues pasaban por mi lado con total indiferencia. Luego, cada amanecer había de volver de otro viaje (al que alguien llamó: "El viaje más largo"), el que se hace hacia el interior de uno mismo, y del sueño entre lo mío, despertaba entre lo que durante mucho tiempo me resultó ajeno. Necesitaba al menos unos minutos para resituarme y asimilar que lo que había oído en el letargo del despertar, no era el bullicio de los hombre y mujeres conocidos preparándose para el tajo. No, no había sido eso. No, no había sido. - ¿Qué si se pueden dar unos paseos? En la Redonda no cierro los ojos. Los abro mucho mucho, para que pase a tromba toda la campiña, me bañe toda el alma el verde mar de olivos, los ojos se me llenen de esta luz, los oídos con mi lengua porcunera y las manos de este cariño que noto entre mi gente. Que todo se me adhiera, se quede conmigo, que quiero llevarme eso que tengo aquí, y allí me falta. Las raíces dicen que es.
Autora: Lucía Rojas Casado. (Mención Honorífica del CERTAMEN LITERARIO "CIUDAD DE PORCUNA", 2001 |
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