LA SOMBRA DEL RECUERDO
Fue en un aula triste y lóbrega de la España
de posguerra, de escasez y penurias superlativas, donde obtuve el beneficio,
junto a otros angelitos del hambre, del vasto magisterio impartido por doña
María Hinojosa de la Vega; de donde unos flaquitos querubines de miradas
perdidas e hijos de la sinrazón nos imbuíamos de los conocimientos y suculentos
entenderes de esta gran mujer, maga de la alegría e ilusionista de la vida; que
en estos pretéritos tiempos de oscurantismo, se nos ofrecía una tenue vela de
saber y de vitalidad reencarnados en la figura impertérrita de doña María.
Todo empezó en una desconchada aula de apenados claroscuros presidida por un
crucifijo famélico y escuálido que dirigía la estancia a modo de Pantocrátor
serio y justiciero, donde cualquier gesto de travesura propio de chiquillos de
edades tiernas era reprimido por los ojos negros de aquel Ser clavado en la cruz
redentora de los pecados de la Humanidad. Fue aquí, como digo, donde comenzaba
la etapa de siembra de conocimientos sobre nuestras mentes ingenuas e incultas.
A muchos años vista de aquel pasado de fácil olvido, el océano del recuerdo me
devuelve a una doña María vitalista, jovial y alegre, donde su porte físico se
me dibuja en los confines de mi imaginación como mujer de presencia impecable,
de rasgos cincelados y limpios, ojos claros transparentes y mirada amable y
profunda intercalada bajo unas lentes ovoides color plata.
Alguien dijo alguna vez que las personas son como se recuerdan, y es así como yo
la veo al final del inmenso caudal del tiempo ya transcurrido.
Según se decía, doña María era, en su edad de merecer, joven de estrato humilde,
pero bella, alegre, dicharachera, graciosa y cristalina. Sus extraordinarias
dotes para todo lo que acometía, sobresalían de lejos sobre aquel empantanado
mundo en el que veía sus primeras primaveras.
Se comenta que un hacendado caballero se prendó de ella y forzó un matrimonio de
conveniencia con la familia de la chica; pero lo grande del corazón es que no
tiene dueño y el suyo jamás había de pertenecer a aquel que la tomaba por
esposa. El enlace fue muy desdichado para doña María, pero por ese curioso azar
que desvincula el infame dinero del amor más puro, se vio rodeada de inmensos
bienes materiales de los que antes carecía.
Dedicó parte de su juventud al estudio, y sin apenas dificultad pronto fue
Licenciada. Con estas credenciales académicas empezó a desempeñar el trabajo de
maestra de escuela, de las de antes, de las que además de enseñar lenguaje y
matemáticas, exhibían un halo maternal que nos hacía sentirnos alumnos e hijos
al mismo tiempo.
Mi afán y gusto por la lectura llamaron poderosamente la atención de doña María.
Los libros eran muy escasos por aquel entonces y ella, consciente de mi avidez,
me hizo invitar un miércoles por la tarde a su casa.
-Allí encontrarás libros de todo tipo, de aventuras de un tal Julio Verne y
Emilio Salgari, libros didácticos, científicos, históricos. Los encontrarás
antiguos y de ediciones muy limitadas.
-Gracias doña María, estoy en deuda con usted.
Su casa era el número diez de la principal calle, construida a finales del siglo
XIX y de estilo modernista, con un portal inmenso, con marcos y dinteles
adornados de piedra esmeradamente labrada.
Unos churriguerescos faroles daban eterna luz a una cancela de vidriados dibujos
de figuras mitológicas como faunos y unicornios que sumergían al visitante en
épocas de ensueño y fantasía. A mano derecha una suntuosa escalinata conducía a
los aposentos y estancias múltiples de una morada de cuentos de hadas.
Muy al fondo estaba el amplio patio-jardín de aquel palacete, donde una inmensa
fuente de claros chorros de agua adormecía los sentidos con su melodioso susurro
de chorritos de agua que impactaban plácidamente con el pequeño estanque de
nenúfares y peces de colores que deambulaban armoniosamente entre la majestad de
aquel entorno.
Una vez llegado el miércoles me presenté en casa de doña María, e inmediatamente
después fui anunciado por el servicio doméstico, acto seguido entré en el
interior.
A continuación, y a la espera de mi anfitriona, reparé en una pequeña mesita
donde reposaba un volumen primorosamente encuadernado. Quise cogerlo cuando a mi
dorso sonó una melódica voz.
-Acabas de descubrir Coplas a la muerte de mi padre de Jorge Manrique.
Sobresaltado y al mismo tiempo hechizado por el canto de sirena de aquella voz,
capaz de obnubilar mi oído, viré mi cuerpo y hallé a una joven de 20 a 21 años,
la más bella que jamás vi en vida; y ahora que cuento esto son ya muchas los
inviernos que pasaron desde entonces y muchas las mujeres que estos ojos
cansados tuvieron la dicha de contemplar.
Aquella mujercita de veintipocos años reunía en sí tales dosis de hermosura que
era capaz de atrapar los sentidos del más indolente de los hombres. Una larga
melena de rubios tirabuzones flotaba armoniosamente sobre unos hombros plateados
que sujetaban con gracia los tirantes de un vestido esmeralda. De ojos azules de
mar en calma, de nariz cincelada respingona y traviesa y un rostro de ángel como
pocos pintores lograron plasmar en sus más afamados lienzos. Sus labios finos y
muy rojos daban gracioso amparo a las perlas de sus dientes tan blancos como la
nieve misma.
-Ojéalo sin miedo, me dijo aquella voz
Acabo de leerlo; su carga lírica es muy fuerte.
-Gracias-, articulé torpemente, todavía conmocionado por el suave candor de
aquella aparición.
-Mi madre me ha hablado mucho de ti. Me comenta que muestras un gran interés por
la lectura. De aquí en adelante puedes venir los días que quieras y llevarte a
casa el libro que escojas de nuestra biblioteca.
-Gracias-, musité yo. La calidez de sus palabras pululaba melódicamente en mis
oídos; flotaba en una nube.
-Si quieres, pásate los miércoles, que los tengo libres y comentamos, ante el
amparo de una buena merienda, los libros que vayas leyendo.
Según se decía, la hija de doña María, llamada Clara, era fruto de los amores
extraconyugales que mi tutora tuvo con un poeta trotamundos y bohemio que logró
seducirla con la fuerza de la palabra, rítmicamente expresada en poesía pura.
Aquel hombre fue expulsado a patadas del pueblo por unos esbirros a sueldo
contratados por el señorito cornudo, pero su huella siempre quedó indeleble en
el corazón de doña María.
Se dice que en aquella relación, doña María Hinojosa de la Vega conoció el amor
verdadero. Se sintió viva por primera vez en mucho tiempo, encontró la libertad,
las ganas de vivir y la vitalidad infinita propia de seres sobrenaturales.
Más tarde nació Clara.
Sobre este turbio asunto se intentó echar toda la tierra posible, confiando
quizá que el baúl del olvido encerrase con siete llaves las espinas de aquella
deshonra.
Pronto, conforme iba creciendo aquella dorada espiga, se iba dejando ver la
belleza de aquella criatura y que al pasar sus veinte primaveras se me
presentaba ante mí para deleite de esos mis marrones ojos que en aquellos días
la contemplaron.
Contaba con ansiedad los días que me faltaban para llegar a la tarde del
miércoles. Así, semana a semana, me di cuenta de que traspasé el Rubicón de lo
tolerable: me había enamorado perdidamente.
Aquel fue un enamoramiento imposible, condenado al fracaso mucho antes de nacer.
La aspiración de un hijo de campesinos no era otra que labrar la tierra de otros
cuando su edad lo permitiese. La distancia social y estamental que nos separaba
era enorme y el abismo que mediaba era infranqueable, pero el estar enamorado es
algo que no se elige, y la más simple atracción es algo que no se controla.
Pasó un tiempo y llegaron las vacaciones veraniegas. Doña Francisca y Clara
cambiaron el clima seco del estío por la calidez de la playa, y yo me quedé en
casa, esperando vanamente el retorno de ambas.
Pero la baraja de la vida, a veces, se empeña en darnos un mal naipe. Algo muy
turbio debió ocurrir entre doña Francisca y su marido que jamás volvieron por
aquí. Se cree que el marido descubrió la verdadera paternidad de Clara, y que
avergonzado nunca osó retornar a su antigua morada.
Poco a poco el olvido y el abandono se cebaron sobre la casa familiar. Aquel
pórtico modernista se resquebrajaba, y aquellos jardines, envidia de entre los
mejores, tornaron su magistral disposición, por una selva caótica de plantas y
malas hierbas.
Ha pasado ya mucho tiempo de esto que narro. A día de hoy me dirijo a una
estación de tren de las cercanías de Madrid. Oteo el horizonte y adivino a lo
lejos la esbelta silueta de una mujer madura pero juvenil, que sostiene la mano
de un chico pequeño y vivaracho. Conforme me acerco, las facciones de la mujer
me son muy familiares. ¡Es Clara!. También ella se percata de mi presencia. Se
dirige a mí en el mismo tono coloquial de antaño, como si el mucho tiempo
transcurrido no se hubiese interpuesto jamás entre nosotros.
Para mi más absoluto asombro, aún recordaba mi nombre.
Autor: Luis Jesús Gallego Martos.
(Segundo premio del CERTAMEN LITERARIO "8 DE
MARZO" DÍA INTERNACIONAL DE LA MUJER 2008,
organizado por la Asociación de Mujeres Progresistas "Despertar Femenino" de
Porcuna).
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