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TAZAS DE PORCELANA

     Madre implora con su voz plácida y apaciguadora, la mirada dulcemente suplicante y los labios trémulos, que no me sobresalte porque padre llegó otra vez ebrio a la casa; arrojó, por variar, la silla contra la pared en un sin sentido; gritó como un poseso y después cerró la puerta del aposento con un golpe atronador. Madre arguye que es algo normal y permitido, que es cosa de hombres llegar cansados del trabajo que hacen de sol a sol; tras ingerir alegremente unos chatos de vino tinto en la desaliñada tasca del Arriero; jugar apasionados a la brisca; apostarse los jornales algunas veces. Embriagados y algo fanfarrones, hasta perderlos, y luego sentirse hundidos, como una colilla pisoteada, con la cabeza trastornada porque la vida, la juventud y las fuerzas se les van; pierden el ánimo o el sentido de la misma existencia. Madre alega igualmente – embaucada por la educación que le dieron – que los hombres son los que sabiamente mandan y proporcionan todo lo necesario para el sustento de la familia en el hogar y, por este motivo, le debemos todo el respeto y el amor a la autoridad paterna, sin protestar una sola vez. Bastante peso soporta el pobre de padre con levantar todos los días bien temprano; esperar al capataz de turno mientras piensa con qué pie se levantó éste, si con el pié de un déspota o la de un buen cristiano, para ser elegido e ir al tajo y luego deslomarse de sol a sol, por tal de agradar y volver a ser elegido al día siguiente para que así nosotras tengamos algo decente que llevarnos a la boca. Porque padre es muy trabajador – bonachón, a su manera – y lo quieren y elogian sin falsedad en las cuadrillas; también en todo el pueblo. Madre es, por el contrario, una mujer feliz con las desdichas rutinarias, que no habla nunca de sus trabajos como costurera y criada en las casas de doña Leonor, la mujer del médico, que gasta unas ínfulas insufribles, y doña Virtudes, la mujer de don Blas el alcalde – el alcalde la quiso besar una vez, pero luego todo fue un malentendido que aún aparece en la mente de mamá como un insidioso espectro – Virtudes es algo más buena pero tampoco es para tirar cohetes; tiene sus cosillas, sus miedos, extravagancias, exigencias e indiscreciones. Parece carecer de importancia para todo el mundo que mamá solo duerma cinco horas al día, a veces interrumpidas en tres o cuatro ocasiones por el pequeño, y no pare de hacer cosas; aunque le abrace y apriete con virulencia una gripe y tenga roto un pie al mismo tiempo.

     Y madre me lo repite cientos y cientos de veces, día tras día, con tal insistencia que me hace vaticinar lo que me ocurrirá cuando me case: esperaré a mi hombre, con la casa esplendente, mientras amamanto a mis hijos sufriendo o pensando por su futuro de jornaleros, camareros o porqueros – ¡Ay, si padre tuviera al menos un trozo de tierra que nos diera dignidad! – Y luego, todo cuanto ocurra será, en cierto modo, algo habitual que estaré tan obligada como preparada por asumir. Entonces me pregunto dónde está la felicidad de madre; de dónde nace su dulzura y fuerza. Creo que acierto al pensar que está en sus hijos, en ellos y yo, que soy la mayor y asumo mi responsabilidad cumpliendo cuidadosamente las tareas y obligaciones, no escritas pero sabidas: paseo al más pequeño en su carrito con las ruedas espantosamente chirriantes, por ser el cuarto uso ; al mediano, intento sacarlo del ensimismamiento, le doy las papillas y al otro, que es un poco pillo y avispado, lo vigilo para que no haga ninguna trastada, como tirar piedras en los tejados de los vecinos o hacer pis en las paredes. Por eso yo soy buena, hago todos los recados, ayudo con mis tres hermanos y procuro llegar a la vivienda, los escasos días que salgo a jugar con mis amigas, antes que el sol se ponga. Aprendo rápido en casa cómo hacer el potaje de Semana Santa, la sobrehusa, albóndigas en caldo y las patatas ajilimili, entre otras exquisiteces culinarias, tradicionales o cotidianas, que nos identifican y unen alrededor de la mesa como si todos los días fuesen de Nochebuena. Y en el colegio de las buenas de las monjas sigo con mucha atención el “Manual de Economía Domestica”, así como mis asignaturas de labores o corte y zurcido, pues me serán útiles para ahorrar dinero y conseguir que mi futuro marido e hijos vayan bien vestidos; que no se diga nada de mí en la fuente o en la plaza de abastos. Las hermanas, entre los misericordiosos rezos y las puntadas en la tela, nos animan constantemente para llegar a ser unas buenas madres y esposas complacientes. Nos repiten literalmente que “la obediencia intelectual nos lleva a nuestra disposición natural del sacrificio con silencio y abnegación”. Es algo que no entiendo muy bien del todo; pero si ellas lo repiten cientos y cientos de veces es que debe de ser necesariamente así. Y la autoridad de las monjas no se ha cuestionar como ocurre con la de padre, pues las abraza justamente la santidad en sus actos de beneficencia.

     Luego, mientras estoy acostada boca arriba en la cama, observando las vigas de madera del techo a las que le hace falta una mano de aceite de linaza; escuchando a las polillas, pienso en mis cosas, camino entre la fantasía y la realidad, me enamoro y desamoro en un santiamén, se me cruzan los cables y se lo comento más tarde a madre: “No me casaré nunca, estaré siempre junto a ti”. Entonces madre me abraza con mucha fuerza y derrama una pequeña lágrima en sus mejillas – ríos van en su pecho, que son como lavas subterráneas que hieren el alma, horadando profundos huecos en el propio ser y la dignidad – Y ella me contesta: “¡Ay mi niña, qué va a ser de ti sin un hombre para que nada te falte y, sobre todo, sin unos hijos! Serás una desdichada solterona que viste santos, como Concha la maestra o como Jacinta la tendera” (Ambas esconden su condición de esta manera sin ser conscientes de que en el pueblo las comprenden, quieren y aprecian).

    Me ahoga este truculento bucle de la vida que conozco y se me enseña cómo único modo de proceder. Cada día es un sin vivir que sé soportar pensando en los sufrimientos que padece madre. Solo hay paz segura cuando padre sale por fin de casa, con la merienda a cuestas y unos céntimos usurpados a los ahorros de madre, para tomar un dichoso carajillo. Madre ha llorado alguna vez por ello, ya que ve mermar los pocos ahorros de la casa, que guarda por si nos sorprende alguna eventualidad. Entonces los hermanos pueden jugar libremente y desordenar un poco la casa. Y en ese desorden, en las pequeñas riñas y los lloros caprichosos, emitidos con libertad, madre y yo hallamos una dicha indescriptible. Siempre queda la incertidumbre y la angustia de cómo llegará o aparecerá padre, si alguien lo ofenderá y como un cobarde que es cuando el vino se le sube, nos lo hará pagar a todos nosotros con regaños sin sentido. Yo procuro no estar delante en esas pugnes, pero tampoco huyo y permanezco a la expectativa por si madre necesita ayuda y he de interponerme entre ellos, porque madre no se calla desde hace algún tiempo, viendo que la situación no fluye bien. Todavía no he sacado el valor suficiente pero lo haré; me pondré delante de él y protegeré a madre. No me gusta ni soporto que madre “se golpee” limpiando con la esquina de la ventana o “se le caiga por accidente” algún cacharro más de la cocina o “ se tropiece y se caiga” fregando la escalera…

     Hoy tuvimos otra contrariedad – que lo de ir las cosas bien es, desde hace demasiado tiempo, una entelequia que los rezos no disipa– Padre llegó más temprano de lo habitual, llorando como una magdalena mojada en un vaso de leche: a la abuela María le habían diagnosticado un padecimiento sin sanación y su fin estaba desoladoramente cercano; se cortaba el denso telón de la tragedia en el ambiente. Madre le ha pedido a padre que no me lo cuente con muchos detalles porque soy demasiado pequeña. “Solo tiene cuerpo, Andrés, aún es muy joven para saber más allá de lo debido sobre estas cosas” (yo los escucho a través de la portezuela). Pero padre le dice que ya soy casi una mujer y que he de saberlo para hacerme fuerte. Así que me llama con gritos; pero no son gritos habituales; tienen cierta cadencia como a miedo, abatimiento, lloro y súplica... amor. Entonces padre me pide que le abrace y no quiero. La última vez que lo abracé no me gustó nada y madre se enfadó mucho. Ahora ella me alienta con su mirada para que soporte el abrazo frío; el tacto áspero de su descuidada barba con mis mejillas; el aliento hediondo y húmedo sobre mi piel. Y después padre me lo ha explicado como si fuera un poco tonta, lo de la abuela María, su enfermedad, el desliz del médico al diagnosticarle hace ya dos años unas dolencias sin importancia y el vacío que comienza a sentir, la pérdida y el arrepentimiento por no haber sido más cauteloso y esmerado con los sufrimientos de la abuela. Y concluye por decirme:“La abuela es una taza de porcelana que ha caído al suelo”. Lloro junto a él porque la abuela se muere y la quiero mucho, a pesar de saber que no soy su preferida; tampoco eso me importó porque la abuela me quiere a mí también. Tiene varias de mis fotos por la casa, e incluso no escatimó en el hecho de que fueran a color, y ha presumido cientos y cientos de veces que soy de todos los nietos la más trabajadora, responsable, dulce y lista. Y después se lo digo a padre:

     “Padre, de verdad te lo digo, yo no quiero que la abuela muera. Es muy buena con todos y alguna vez que otra nos ha traído comida – le tenía que decir de algún modo que él nos tenía desatendidos a todos de vez en cuando – Pero también madre es otra taza de porcelana y ya se ha roto varias veces. Aunque sus trozos se vuelven a pegar con este pegamento que somos mis hermanos y yo, ya no es lo mismo, se está consumiendo porque las esquirlas se le clavan en el corazón ¿Comprendes papá? … a las finas piezas de porcelana se las ha de cuidar”

     En el día de hoy nací de nuevo. No era tan niña como madre suponía, ni tan inexpresiva y temerosa como yo pensaba: el valor emana de la nada en el momento que menos se espera y con un ímpetu incontrolable. Tuve que crecer a fuerza de sufrir por el desconocimiento y las sinrazones e injusticias, de madre y padre, respectivamente, absorbidos por los arcaicos y vetustos prejuicios sociales del pueblo. Por el modo en que me ha mirado sé que va a cambiar. Ahora toca vivir cada instante en el que la abuela María respire, estar junto a ella y simular que va a sanar su enfermedad: “Hoy tiene mejor cara, abuela ¡Si parece una rosa! Ya mismo iremos de excursión a los caños – le diré de vez en cuando – ” La abuela se dejará engañar y nos sonreirá simulando sus dolores porque es una luchadora irreductible, como también lo es madre; aunque no sean de la misma sangre, las une una misma condición. Sé que padre se arrepentirá por haberse portado así. Jamás lo expresará, por vanidad. Dejará de hacer esas tonterías. Mañana le diré a Sor Pilar que ya no quiero urdir más corte o zurcido, no porque no me guste o no sea útil, pero se hacerlo perfectamente y ya es completamente baladí : “Deseo estudiar, hermana Pilar”. Y si es preciso insistiré cientos y cientos de veces porque he decidido que no quiero llegar a convertirme en otra taza de porcelana.

 

Autor: Marcial del Pino Chiachío.

(Primer premio del CERTAMEN LITERARIO "8 DE MARZO" DÍA INTERNACIONAL DE LA MUJER 2023, 
organizado por la Asociación de Mujeres Progresistas "Despertar Femenino" de Porcuna).

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Actualizada el martes, 07 de marzo de 2023