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YO NO PIDO QUE ME CREAN “A veces uno piensa cosas que no son y sin embargo se tiene tanta certeza en la veracidad de las mismas que, bueno, las defiende tontamente contra viento y marea. ¡Y es capaz de llegar a situaciones extremas!” Esto es lo que yo le decía a David pero David estaba en otro mundo -o quien sabe si en otra dimensión, galaxia, constelación etc- porque a cada palabra le seguía un sí cansino y se veía claramente que poco le importaba lo mío con Raquel. Luego estaba aquella otra cuestión que siempre quedaba pendiente de resolver. No, yo no me atrevía a recordásela y, evidentemente, él la eludía. Sin embargo, pese a todo, había un tema que me lo devolvía de su galaxia.
Imaginación no me faltaba para inventar un lugar y una descripción. Cuando el exceso de retórica me delataba, David me increpaba con uno de sus insultos preferidos - ¡Imbécil! Eso era para mí ”pecata minuta”(¿se dice así?). Lo importante era devolverme a mí amigo para continuar con mis divagaciones a propósito de Raquel.
Antes formábamos un gran equipo -los tres-. David era el erudito en los asuntos de historia, mientras que Raquel se desenvolvía astutamente en los archivos y contactaba con quien hiciese falta. Lo mío, más que talento, era oportunismo; un oportunismo “original”. También los oportunistas somos necesarios. David nos llevó una vez a un montículo, no muy lejos de un asentamiento íbero. Previamente, Raquel se informó de todo cuanto se halló en aquel asentamiento y dio información precisa sobre los objetos. Esa misma información ayudó a David, según un razonamiento extravagante, a establecer el lugar donde se hallaría una hipotética necrópolis. Mi oportunismo me llevo a meter el pie en un agujero. Cómo me fue imposible sacarlo de allí hubieron de escarbar y apartar piedras, para ampliar el orificio y: Eureka. Al sacar el pie entró suficiente luz en aquel socavón. Dentro: Aquella urna. Y dentro de la urna estaba la que sería la “cuestión”
David se fue de casa, no sin dar un tremendo portazo que hizo vibrar los cristales de las ventanas. Yo me quedé delante del portátil, intentando componer una fotografía de un campo de amapolas pero me fue imposible porque al recordarle a David el tema se me produjo una gran inquietud. Tardé mucho tiempo en olvidarlo y ahora, por una rabieta, volvieron a mi todos los recuerdos. Parece que estoy escuchando ahora a Raquel.
David no quería abrirla. Al menos allí mismo. Además, el contenido era previsible. David nos explicó que de tener algo serían cenizas y que lo mejor que podíamos hacer era dejar descansar esos restos.
Me miró de tal forma que fue imposible negarse (ojos brillantes, labios carnosos, gesticulación angelical, luz en la cara). Arrebaté de un estirón aquella urna de las distraídas manos de David y levanté la tapa. David, más por instinto que por enfado ante mi osadía, forcejeó asiendo también el objeto, lo pusimos boca abajo y cayo aquello en el suelo.
Los tres miramos el ennegrecido esqueleto de una mano que en el dedo corazón portaba un anillo de lo que parecía ser oro y una esmeralda toscamente tallada. Luego, sin pestañear, David cogió aquel esqueleto (anillo incluido) y lo metió en una bolsa de plástico. Hasta ahí solo fue una mera anécdota de esas que terminan siendo graciosas cuando se recuerda en el tiempo, claro. El erudito de lo Ibero dió media vuelta, dispuesto a irse, sin más. No dio cuatro pasos cuando Raquel puso más empeño en terminar de asfixiarme. En la bolsa se produjo un movimiento brusco que la rompió. Aquella mano en esqueleto escapó de la indigna prisión y corrió hacia nuestra posición. El miedo nos inmovilizó, lo cual permitió a la mano llegar hasta mí e introducirse en el bolsillo de mi chaquetón. Eso no impidió a Raquel continuar con la tortura hacia mi persona. Dos semanas más tarde David tenía una urna vacia. Raquel tenía mi amor y la mano Ibera, anillo incluido, descansaba plácidamente en cualquier bolsillo de las prendas que vestía. A cada uno lo suyo porque para David no había nada más interesante que estudiar incansablemente aquella urna vacía la cual era, según explicaba, hermana de otra que estaba expuesta en el museo arqueológico de Porcuna. A la mano le interesaba yo y Raquel, celosa, se interesaba por mí y por la mano.
He de reconocer que aquellos milenarios huesos estaban contentos conmigo y yo me dejaba querer. Por la noche sentía la caricia en mi pelo de las las frías y acartonadas falanges. Raquel también estaba contenta conmigo. Quedábamos muchas veces a cenar, después la llevaba a ver las estrellas y nos besábamos prolongadamente. En mi bolsillo sentía agitada la mano, protestando por aquella situación. Raquel siempre terminaba por preguntarme por la mano y la mano, acostumbrada, salía de mi bolsillo y agitaba sus dedos en señal de saludo. En definitiva, era como si mi mundo hubiese alcanzado su equilibrio y yo la felicidad hasta que Raquel, muy melosa, me propuso lo que sería el principio del fin.
Desde que comenzamos a salir, todas las semanas la invitaba varias veces a almorzar o cenar. Un ramo de flores, siempre distinto, le regalaba todos los viernes. La esperaba a la salida del trabajo . La colmaba a besos y atenciones y ahora resultaba que no la quería. !No la quería!. Entonces ¿que había que hacer para demostrarle mi amor?¿Lanzarme en paracaídas?
Después de más de tres meses de asedio psicológico por parte de Raquel y de insoportable sequía afectiva, el sospechoso huevecillo que encubaba el nido de mi cerebro, eclosionó y el demonio que salio del mismo creció como un polluelo sobrealimentado que le iba restando espacio vital a la tímida avecilla que era mi conciencia. Esperé a la noche para ejecutar el traidor acto. Entre al dormitorio y sorprendí al conjunto de huesos en el bolsillo del abrigo, jugueteando. Cuando percibió mi presencia, dejó de moverse: Quería jugar, como en otras ocasiones, al escondite. Simulé desconocimiento y miré en varios lugares antes de descubrir su escondrijo.
La mano bailoteó de emoción y de alegría, como un niño pequeño al que terminas por descubrir en ese juego. Tan mezquino y cruel era en ese momento arrebatarle el anillo que no me atreví. Me dejé hacer tirabuzones y sortijas en el cabello con las caricias durante largo rato,hasta que por cansancio cesó su actividad. Luego, le enajené la joya. Nunca pasé un día más feliz con Raquel. No salimos para nada de la habitación del hotel donde quedamos. Me subió en una nube a miles de metros, después de comprobar lo bien que el color de la esmeralda quedaba con la piel de sus manos. Yo imaginé un próspero y dichoso futuro a su lado, con dos o tres hijos tenaces e inteligentes como Raquel y oportunistas como yo. Pero poco antes de concluir la estancia en el hotel puso una cara muy seria y me dijo.
La verdad es que nos llevamos muy bien. Por Navidad y por Año Nuevo nos hemos felicitado. Pero la cuestión no es esa. Cuando llegué a casa todo estaba patas arriba. Tras la puerta del baño, asiendo un cuchillo enorme, me esperaba la mano. El reflejo del espejo delató las intenciones de los negros huesos y me salvó de sucumbir allí mismo. Salí huyendo dela casa sin mirar atrás, mientras sentía la sensación de que el cuchillo silbaba cerca del cuello. Al cerrar la puerta sentí un golpe seco de metal en madera. “En esta urna yace la mano codiciosa de la hermosa princesa Iktula, cortada por su padre, el príncipe de los iberos de Ipolca, Hortan el Implacable. Muera quien ose separar la mano del anillo, provocando la ira de nuestros dioses y lo de a otra mujer. Y sea cortada la mano de la mujer que lo lleve” Esta fue la traducción que hizo David de la inscripción que se hallaba en el fondo de la urna. Mi curiosidad por ver la inscripción y el oportuno resbalón de la misma en mis manos, la rompieron. David quiso entonces ser el brazo ejecutor de la maldición pero se arrepintió a tiempo porque pensó, muy inteligente, que pasar unos años bajo teja por alguien como yo era estúpido. Luego me dijo:
A la noche entramos en el museo de la torre de Porcuna, sustrajimos la urna que allí se hallaba y utilizándome de señuelo conseguimos confinar los huesos en la misma. Después devolvimos la urna a su lugar. Así es como termina este relato pero que quede claro que yo no les pido que me crean, de verdad que no. (Como habrán podido comprobar no me he enfadado con nadie por reír o dejar de prestar atención). Solo les pido que ahora después, cuando bajen por esas escaleras y la curiosidad llame a sus puertas, no rompan los cristales que la protegen y no abran la urna. Por mi vida y por la integridad de la mano codiciosa de Raquel.
Autor: Marcial del Pino Chiachío. |
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